En una reciente visita al Pompidou malagueño -esa franquicia museística ejecutada a golpe de talonario-, recorriendo las salas de la actual colección "permanente", pude comprobar el talibanismo ideológico -que ha comprado gustosamente todo el occidente desarrollado- imperante en el arte oficializado del último siglo, forjado desde la supremacía estética y argumentativa de lo francés, por ser lo parisién el nido que generó todas las mal llamadas vanguardias históricas, como si en el transcurso de todo un siglo no hubiera acontecido nada más, en ningún lugar o momento de ese largo lapso. El caso es que, pertenecientes también a los bajos fondos de la institución parisién, se presentan ahora un grupo de obras que quieren ser un recorrido por lo más reseñable de la "modernidad" española. Picasso y los cubistas, Dalí, Miró y los surrealistas, Julio González siempre omnipresente, artistas españoles en París, y para terminar la segunda mitad del siglo con los nombres de siempre -Tápies, Saura, Millares y otros más recientes como Iglesias, Muñoz o Arroyo-, todos arropados por artistas franceses o vinculados que poco pintan en el discurso de lo español. El caso es que casi la totalidad de la muestra se integra por obras segundonas, algunas muy desafortunadas, que solo están ahí por el prestigio de sus firmas. Resulta indignante, a estas alturas de la película, que la historiografía moderna no haya revisado aún ni haya hecho la menor enmienda a la totalidad a un discurso tan sectario en la elección de los "escogidos" y siempre musealizados autores. La historia de la humanidad, en su aventura de reconocimiento de los más dotados artistas, no había materializado antes una visión tan ferozmente parcial, interesada. Esta exposición evidencia lo más sangrante, pues el caso español es el más injusto; decenas de grandes maestros de la modernidad figurativa y realista -herederos de lo más netamente español y alejado de lo parisién-, presentes a lo largo de la centuria y algunos en activo aún, han sido históricamente despreciados y malintencionadamente ocultados. En este país de intelectuales débiles o vendidos, hemos acatado el veredicto exterior, asumiendo un papel de segundones encogidos y avergonzados. Todas las academias se fundamentan en el integrismo y no hay ninguna más feroz que la modernidad parisién. El signo inequívoco de encontrarnos frente a una academia es la coexistencia de buenas y originales obras junto a una legión de epígonos decadentes que son, literalmente, basura.

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