Un adiós sin final

Hay otros adioses sin final algo más románticos, claro, ésos que quedan en el aire dejando puertas sin cerrar

Aaunque suene a título de película romántica en tardes domingueras cercanas a fechas de santo encarnado por mano de libres mercados, nada más lejos. Al adiós sin final que me vengo a referir es a ese cotidiano que se produce cuando después de decir que nos vamos, todavía terminan pasando los minutos dejando al anuncio de nuestra partida por el mayor de los embusteros. Es tal el arraigo de la costumbre que hemos elaborado expresiones tan atinadas como "me voy, o nos vamos, yendo" o "habrá que ir pensando en irse", que traducido sería algo así como "sé que me tengo, o que nos tenemos, que ir, pero como no encontramos la manera de echar el cierre, o no tenemos las ganas definitivas para ponernos en marcha, o ya sabemos que tendríamos que irnos, pero se está tan a gustico aquí, vamos a prolongar la despedida hasta que nos echen a escobazos o los bostezos empiecen a ser sospechosamente contagiosos". Tal vez sea una muestra más de cómo cualquier tipo de apego, hasta el más banal y transitorio, nos florece en las entrañas por las pocas ganas de quedarnos a solas con nosotros mismos y nuestras circunstancias, que decía aquel. Hay otros adioses sin final algo más románticos, claro, esos que quedan en el aire dejando puertas sin cerrar del todo en un novelesco y lo más seguro que desesperado intento por mantener lazos sin desatar. En definitiva, una muestra más de agarre.

De todos modos, esas despedidas, que a veces duran más que las mismas conversaciones, serían dignas de mayor atención. Es como si quedara todo por decir o, muy al contrario, como si el no tener nada que decir nos impulsara a seguir emitiendo expresiones monosilábicas y frases sinónimas por si al final se nos ocurre algo de interés relevante antes de cortar el hilo de chácharas de enjuta chicha, o por si encontramos el modo de zafarnos de un momento, o una situación, o una concurrencia a la que tenemos menos querencia que meter la mano en agua hirviendo. Habrá quien lo vea como una muestra de cortesía, una suerte de protocolo implícito en todo encuentro que se precie. Puede ser, pero es posible que si juntáramos los minutos que nos lleva decir el adiós definitivo, nos diera para el desarrollo de alguna actividad más productiva o para una buena siesta, o, como en este caso, para elaborar un pretencioso circunloquio sobre cómo damos más vueltas que un trompo para decir "so long, farewell, auf wiedersehen, good bye".

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