Los alcaldes y sus rotondas

Era soltar un rebuzno y contestarle, acto seguido, todos los burros del pueblo

E L termómetro que mide el grado de populismo y cutrez de un alcalde es el número de rotondas horripilantes que es capaz de hacer por legislatura. El de su demagogia se mide por la frecuencia de las manifestaciones públicas en las que se enorgullece y saca pecho por la hazaña. Y su grado de imbecilidad, finalmente, por el esfuerzo creativo-argumentativo para defender lo indefendible, acudiendo a las más variopintas definiciones y ocurrencias para legitimar los bodrios, convirtiéndose así en el hazmerreir de los inteligentes. En cuanto al populismo, baste decir que su existencia, antes que al edil, deja en muy mal lugar a una determinada comunidad humana, y que el aplauso que, por lo general, cosechan los engendros a los que nos estamos refiriendo, es indicativo elemental de un pueblo mutado en populacho o, si se quiere, en mayoritaria legión de paletos con derecho a voto. Por lo que respecta a la demagogia, baste definirla como el discurso empleado para legitimar la acción populista y redefinir el pervertido concepto de democracia en el de oclocracia, entendida ésta como el gobierno elegido por la muchedumbre. Y en cuanto a la imbecilidad de algunos ediles, baste recordar unos pocos casos concretos merecedores de trofeo. Recuerdo a uno que, en ardoroso discurso frente a sus indoctos vecinos, llegó a afirmar que la grandeza de su municipio, única en el mundo, se cifraba en el número de rotondas que habían sido capaces de hacer en una sola avenida. Rotondas espantosas, claro. Y a otro que, en triple salto mortal de disparatada ocurrencia, afirmaba estar creando con las rotondas un museo en la carretera de acceso al pueblo. La calificación cum laude en imbecilidad, no obstante, debería ser para el edil de Vigo, y no por las rotondas sino por el exhibicionismo luminoso de las Navidades y la ridícula y bochornosa exaltación que reiteradamente hace del mismo. Viene aquí y ahora a mi memoria el memorable capítulo veintisiete de la segunda parte del Quijote, donde el mago Cervantes narra una competición entre dos alcaldes, apoyados cada uno por sus respectivos populachos, para dilucidar quién rebuznaba más y mejor. El evento, arropado por desfiles y fanfarrias, estaba presidido por un gran estandarte en el que podía leerse: "No rebuznaron en balde el uno y el otro alcalde". Y decía Sancho Panza a don Quijote que, en eso de rebuznar, a él nadie le ganaba, pues era soltar un rebuzno y contestarle, acto seguido, todos los burros del pueblo.

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