Cuando el amigo se fue …

Predestinado por su genética de pallador gauchesco, maduró hasta alcanzar la catadura de trovador cortesano

Asomaba apenas abril y Alberto Cortez nos dejó. Se fue el amigo cantor, más juglar que poeta, ni de aquí ni de allá, que justamente nos había advertido sobre el espacio yermo que deja el amigo ausente. Como el que nos deja el cantor de los amores efímeros y de los idiotas que alzan inalcanzables castillos en el aire, inaccesibles para la razón; el cantor que cantaba lo que sentía con ese corazón de guitarra que tenía, sin saberlo él, y añorándolo, el pobre. Un pobre Alberto al que conocí, hace muchos años cuando cantaba Me lo dijo Pérez o el Sucu-sucu, el pobre entonces, también. Porque nadie es un genio todos los días de su vida, como decía S. Zweig, ni siquiera Alberto, aquel zagal pampeano que huyó de la mili argentina para curar, como pudo, su hambre por Centroeuropa, cantando cha-cha-chas, antes de venirse a España. Pero no se arrugó y, en cuanto aplacó el ayuno, le afloró el universo lírico que le urgían las cosas cotidianas, el cariño, la amistad, la distancia o los abuelos. Y afanando sobre poesías ajenas y sensibilidades íntimas, fue agradeciendo a la vida, para disfrute nuestro, la suerte de haber nacido para estrechar a un ser querido y poder asistir al milagro de cada amanecer, o para cantarle a la rosa, al perro y al amor. Predestinado acaso por su genética de pallador gauchesco, maduró entre bambalinas hasta alcanzar la catadura de un trovador cortesano, si, pero épico, cercano, al son de baladas suaves, sonatas y adagios emotivos que llegaban directos al corazón. Eso solo está al alcance de quien entendió que la suerte del payador es crear emoción estética a través de palabras, cadencias, armonías y tal vez, también, restituir a la palabra su virtud primitiva de curiosear cómo cantar lo sensible, lo sentido. Un enorme Cortez que faenaba con J. M. Serrat, F. Cabral o Mª D. Pradera, para domeñar la nata de los mejores poemas de A. Machado, Miguel Hernández, o Jorge Guillén, y mostrarnos cómo quedan los rincones del alma después de haber querido: en soledad. Qué suerte, haber compartido, durante décadas, las quimeras, los inspirados plagios artísticos y filigranas de supervivencias festivas, sin estridencias, discretas, pero imborrables, de este hombre común y sin porvenir, ni de aquí ni de allá, que cantó más y mejor que nadie a los amigos y a la amistad, y a la memoria de esas pequeñas cosas, inadvertidas, pero que hacen más colorista y luminosa la vida.

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