Mientras el mundo gira

Andrés Caparrós

El archivo de Juan Solo

La de la media tarde es buena luz para un pintor. Clemente, El Eterno lleva, de buen grado y con honor, un segundo apodo: El Ulises

Una o dos veces al año llega a la estafeta de Punta Cárdena una voluminosa caja de cartón cuidadosamente sellada. Destinatario, Clemente Solo. Remitente, Juan Solo. Nadie en Cabo Diablo sabe lo que contienen. Sólo Clemente Solo. Y nadie además de él mismo y su hermano el navegante, podría entender el mensaje escrito con letra mayúscula y gorda de rotulador sobre el paquetón: "TODAVÍA NO".

- ¿Qué extraño?

Hay veces que Arsenio querría tener olfato de sabueso para responder al reto de un rastro, siguiéndolo hasta dar con la clave del enigma. Este "TODAVÍA NO", lo es. Como lo es que, sin cartas intermedias, Clemente reciba voluminosos paquetes contenedores de quién sabe qué secreto. Tan grande es el que se acaba de recibir que no se atreve a usar la bicicleta para bajarlo a Cabo Diablo y decide llevárselo en su propio vehículo asumiendo el gasto de tiempo y gasolina. No es la primera vez. La singularidad de sus vecinos sin sombra de malicia, marcados la mayoría por el desvarío que les provoca el viento que vira bruscamente en esa esquina produce en un buen hombre como él una cierta ternura. Por eso aprovecha cualquier pretexto para ir a verlos. Visitar a La Chara es, aunque no haya otro, suficiente motivo.

La de la media tarde es buena luz para un pintor. Clemente, El Eterno lleva, de buen grado y con honor, un segundo apodo: El Ulises. Salvo a Juan Sánchez El Ausente, letrado no ejerciente, a ninguno de sus convecinos se le habría ocurrido. Fue una forastera quien tuvo la idea. Una veraneante culta a la que por su extraordinaria belleza, su andar elegante y sensual, ojos azul mar y pelo rubio como el trigo, llamaron "La Leona de Castilla". Pintor autodidacta y monotemático, Clemente Solo sólo pinta marinas. Mar brava, en calma, al amanecer cuando el sol emerge depositando su luz como un regalo sobre el regazo de la Cala Serena, a medio día cuando las gaviotas enseñan a cazar a los painicos - así llaman a sus crías - o a una hora del ocaso para intentar retener los reflejos del beso multicolor que el sol deja sobre el lienzo inmenso azul acero de la mar. En todos sus cuadros hay una sirena. Silueta de luz entre las grandes olas, varada en la orilla, echada sobre una roca y como esperando una cita…

- Hola Ulises -

- ¿Ulises? Ese no soy yo - respondió Clemente levantando un momento la mirada del cuadro que estaba terminando.

- ¿Estás seguro?

La mujer no se entretuvo más. Intrigado, el pintor de sirenas la vio alejarse sola, altiva y sonriente camino de la playa. Aquel día era el sol deslumbrante. La mar serena y lamedora pelaba la pava con la orilla inventándose relatos de hombres cuyos sueños brillaban en sus ojos mientras cruzaban el océano, y los empujaban hacia un destino incierto, con el anhelo y el sabor de la aventura.

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