Alo lejos se escuchaba el ladrido de unos perros, y una música alegre acompañaba a los espectadores. Una enorme luna roja se enseñoreaba en el cielo, mientras unas estrellas lejanas trataban de competir con ella inútilmente. Se respiraba paz y armonía en el entorno. El paisaje estaba iluminado por los astros, y del interior de las casitas salía la luz con la que sus moradores combatían la oscuridad de la noche. En un rincón, cerca de la carita emocionada de María, se podía ver a una mujer joven y bella que miraba arrobada a un bebé mientras lo acunaba entre sus brazos. Cerca de allí discurrían las aguas plateadas de un rio, iluminado por la clara luz de la luna llena, y un poco más arriba, una noria tirada por un borrico que daba vueltas incansablemente, sacaba unas cubas de agua que derramaba sobre una pequeña laguna en la que había peces de colores. Esa era una de las cosas que más atraían a María, agarrada de la mano de su padre le pedía una y otra vez que la tomase para verlos más de cerca. Una vez que se acercaba a ellos, su mayor afán era atrapar uno, pero eran escurridizos, y además su papá le había dicho muchas veces que no se podía tocar nada. Esto martirizaba a la niña, emocionada como estaba ante tantos estímulos. Cerca del río se extendía un prado de verde musgo, salpicado de huertas repletas de verduras: aquí berenjenas, allí tomates, pimientos, coles, parras adornadas aun de pámpanos cuyo color iba del ocre al amarillo, luciendo algún racimo tardío de negras uvas relucientes. Los animales también se prodigaban, unos dentro de corralizas perfectamente balizadas para evitar que escapasen, y otros desperdigados por el campo buscando ya el cobijo de la noche. Las gallinas con sus polluelos, las ovejas con sus crías, un borrico cargado de leña, dirigiéndose al pueblo precedido de su amo, y numerosos labriegos recorrían los caminos en dirección a las casas que se extendían a uno y otro lado de aquel frondoso rincón de la tierra. Al fondo el pueblo, iluminado como un día de feria, y aunque era noche cerrada, las puertas abiertas de muchas de sus casos dejaban ver tahonas repletas de panes, carnicerías con sus viandas bien dispuestas sobre mesas de madera, artesanos de todo tipo exponiendo sus productos, y siempre sobre una loma, un palacio bien pertrechado por valientes soldados que lo custodiaban. María esperaba todo el año este momento, que la transportaba a un mundo onírico donde nada era verdad ni mentira. Este fue uno de esos maravillosos recuerdos que no la abandonaron nunca, hasta el día en que fue ella quien acompañó a su hijo, y este con su manita extendida, le señaló la figura escondida detrás de una tapia: mamá, el caganet!. En ese momento tuvo la certeza de que nada había cambiado, detrás de tan idílico paisaje siempre se escondía la única verdad: alguien tenía que armar el Belén

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