La banalidad del mal de la que nos advirtió Hannah Arendt era esto: un tipo tan estrafalario como Nicolás Maduro, del chándal ha pasado a la guerrera tipo Kim Jong-un, lleva a Venezuela por la senda de la dictadura. El Tribunal Supremo ha golpeado la voluntad popular expresada en la Asamblea legislativa, ha vaciado de contenido al único poder que no controlaba el chavismo. Explican que los más duros, liderado por Diosdado Cabello, entendieron que el "mensaje firme y claro" que Maduro quiso enviar a la Asamblea era esta sentencia usurpadora, pero la reacción internacional y, en especial, la de Latinoamérica ha provocado que rectifique. No será, desde luego, por las críticas de sus aliados de Podemos, a los que sólo les ha faltado tildar de "asunto interno" el golpe a la Asamblea; asunto interno que fue la expresión de Estados Unidos para definir el 23-F. Si no llega a ser por la reacción internacional y la valiente crítica de la fiscal general venezolana, Luisa Ortega, el golpe había triunfado. Pero su resolución da cuenta de la mentira que es la separación de poderes en este país: Maduro se da cuenta del error político, reúne a su comité de defensa y mandan a los jueces del Supremo a recapacitar. De risa, sí, muy banal. Venezuela terminará como Nicaragua, presa de otro fantonche de pasado revolucionario.

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