Si la pasada semana liberaba a los bancos de responsabilidad en el lío de las hipotecas, hoy no puedo hacer lo mismo con la deshumanizada forma con la que están avanzando en su necesaria digitalización. Ese cambio imprescindible, que conlleva cerrar sucursales, recortar personal, restringir operaciones por ventanilla, limitar horarios de atención al público y otras muchas alteraciones en su oferta tradicional, deja naturalmente víctimas angustiadas: son, claro, nuestros mayores, cuantos ya no tienen edad de aprender nuevos procesos, aquellos que difícilmente entienden cómo funciona un móvil, que nada saben, ni sabrán, del formidable universo on line.

No hablamos de una población residual. En España hay casi un 20% de personas con más de 65 años. Añadan que éstos son además los titulares de una parte importantísima del total de depósitos bancarios. ¿Es mucho pedir que no se les olvide en esta vertiginosa carrera hacia el mañana? ¿No puede conciliarse la revolución tecnológica con un mínimo respeto por quienes llevan toda una vida tramitando sus asuntos en la entidad en la que confiaron? ¿Hay que avergonzarlos permanentemente por su falta de habilidad para operar con sofisticados instrumentos? ¿Puede echárseles de las oficinas, como se está haciendo, por analfabetos, caducos e inútiles?

No, la modernización del negocio bancario no puede cimentarse sobre el desprecio a los usuarios más veteranos y fieles. Un solo anciano desconcertado y abochornado frente un cajero implica un verdadero agravio a los millones que comparten edad, desconocimiento y apego a sus viejos hábitos. El trato que se les está dando es injusto, degradante, ofensivo e inaceptable.

Es lo que reclamo: un poco de humanidad, una pizca de calor, con los que siguen apuntalando el grueso de sus beneficios. ¿No sería compatible con las actuales exigencias el mantener algunas sucursales del mayor en las que se les acogiera, oyera y cuidara? ¿Es inevitable desprenderse de alma y corazón para ganar el futuro? La banca española tiene un grave problema de imagen. Y, lejos de importarle, expulsa de sus sedes, a veces del peor modo, a cuantos quieren mantener sus gustos y costumbres. Se ríen de ellos, les insultan, los acharan, confiados en la presunta mansedumbre que propicia su debilidad. Hasta que un día acaben hartándose y se lleven a casa -harán bien- el dinero con el que paradójicamente alimentan tanto despotismo y tanta impudicia.

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