EL mercado de Albox me fascinó durante el tiempo de mi infancia. Cada martes, el escenario era el mismo, las campesinas conocidas -con sus verduras y frutas recogidas al amanecer- en sus sitios de siempre, y los vendedores, con sus insólitas mercancías, en sus puestos habituales. Todo parecía regirse por un orden y una armonía establecida. Pero era pura apariencia. Porque, una vez que aquel teatro fabuloso se ponía en movimiento, y entrabas en la barahúnda de sus calles de tenderetes, lo nuevo surgía como revelación sorprendente, los descubrimientos de gentes y elementos insospechados se sucedían, hasta dejarte absorto frente a una cara, un hecho, o una actuación vivísima y espontánea.
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