La autocrítica no es un género bien entendido en España. Blanco White tuvo la oportunidad de comprobarlo con sus compañeros liberales. En febrero de 1810, con los franceses en las puertas de Andalucía, el escritor sevillano decidió dar un giro radical a su vida y comenzó una nueva etapa en Londres. Era una idea que llevaba largo tiempo considerando, pero que, por diversas razones, no se había atrevido antes a llevar a cabo. La sociedad española, con su mezcla de espíritu levítico, hipocresía generalizada y ramplonería intelectual, le resultaba asfixiante. Nada más llegar a Inglaterra empezó a publicar El Español, una revista mensual en la que se proponía informar a sus paisanos sobre las alternativas de la guerra contra Napoleón, calibrar la situación política creada tras la invasión y reflexionar sobre el camino a seguir. Como el resto de los liberales españoles, Blanco era consciente de que la nación se encontraba en una encrucijada decisiva. Napoleón justificó la agresión argumentando que se proponía ayudar a los españoles a modernizar el país y consiguió de ese modo atraerse la colaboración de una buena parte de las élites cultas. Pero si la identificación del espíritu progresista con Francia convenía a sus intereses, así como a los de los conservadores que llevaban un siglo oponiéndose a cualquier proyecto de reforma, los liberales se dieron cuenta del peligro. Desde el Prospecto con que inició la obra, Blanco denuncia el intento de monopolización del concepto de España que hacían los conservadores, advirtiendo que la lucha contra Napoleón se estaba llevando a cabo también desde posiciones liberales. Las ideas de libertad y democracia, afirma, resultaban tan eficaces para combatir al invasor como el fanatismo y la superstición de la Iglesia Católica. Pero cuando se convocaron las Cortes de Cádiz, Blanco percibió asimismo la existencia de otro peligro, en este caso creado por sus mismos partidarios. Algunos de los que intervenían en las sesiones empleaban un lenguaje que parecía sacado de la Revolución Francesa y eso, en su opinión, podía originar problemas. Su creciente familiaridad con el pensamiento anglosajón le hacía comprender que, por paradójico que pareciera, la clave para producir cambios efectivos se encontraba en la moderación. Desde las páginas de El Español denunció la falta de pragmatismo de los constitucionalistas, argumentando que el enemigo era demasiado poderoso como para adoptar frente a él una actitud intransigente.

El escritor que se había caracterizado en el Semanario Patriótico por propalar ideas incendiarias herederas de la revolución francesa, defendía ahora la mesura. Estaba convencido de que las actitudes radicales podían causar un efecto contrario al deseado. Los acontecimientos se encargarían de darle la razón.

Desde la distancia de dos siglos, emociona contemplar los intentos frustrados de este español que, por más que quisiera dejar de serlo, nunca perdió el vínculo afectivo con el país que lo vio nacer.

Sus críticas a los doceañistas sólo consiguieron generarle enemigos. Algunos de sus antiguos compañeros lanzaron contra él graves acusaciones en las Cortes, recurriendo incluso al insulto personal. La autocrítica lúcida de un liberal consciente de los peligros de la inflexibilidad se interpretó como el ataque de un traidor que había cambiado de bando. El epistolario del escritor sevillano revela la amargura que experimentó por el ambiente de hostilidad que se generó en su contra. Pero la humillación no quedó ahí. Cuando Fernando VII accedió de nuevo al trono, miembros de su Gobierno le ofrecieron un sueldo para que espiara a los liberales exiliados en Londres. Es fácil imaginar la sensación de estupor que le causaría la propuesta.

La publicación de El Español continuó hasta que Fernando VII derogó la Constitución de Cádiz e hizo pública su decisión de reinstaurar la alianza del Altar y el Trono. En ese momento, Blanco decidió que sus esfuerzos no tenían razón de ser e interrumpió la revista. Convencido de que la España que él quería era inviable, al menos a corto plazo, puso todo su empeño en convertirse en inglés. Cambió de religión, de lengua, incluso de nombre, dejó de escribir en su lengua materna y se esforzó por adquirir el idioma y los hábitos mentales de su país de adopción. Y hasta cierto punto, puede decirse que lo logró.

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