Torre de los espejos

Juan José Ceba

Con un blancor de luna

TODAS mis palabras juntas no valen nada frente a una vida humana. Nada, al lado de esta mujer saharaui, Aminatou Haidar, en lo más alto de la integridad. La nombro, y me conmueven sus días de pasión, sus años de agonía y la quemante luz de su lucha pacífica, para lograr, al fin, el deseo cumplido de su pueblo. Escribo con respeto su nombre, que alimenta su espíritu creador, que abre y perfuma las conciencias; mas, con la esperanza o el temor de lo inminente, que es siempre un vuelo hacia la vida o a la muerte.

Y el pensamiento de preocupación trae la provisionalidad del instante, pues cada hora arde en ella para desembocar en la ruptura del orden armónico. Qué pasará dentro de un rato, cómo será la piedra de su resistencia, qué se habrá roto de su hilo de sangre.

Estoy seguro que, algo muy profundo, está cambiando ella en todos nosotros, indiferentes o avivadores de la ética del mundo, con su huelga de hambre, con su proclamación no violenta del respeto a la voluntad de los pueblos. Ahora o nunca. Es el momento en que la terca mansedumbre entra como un bosque, y se planta delante del poder, y hace crecer, de pronto, sus raíces hasta lo más profundo y sus ramajes a los cielos; y tiemblan como hojas las testas coronadas, y los ministros y lacayos de unos gobiernos y de otros se agitan nerviosos como simios, de uno a otro árbol; y los teléfonos en llamas recorren los países. Mientras ella se muere. Y dice, con la seguridad profética de quien ve su mañana, que ha de volver a su lugar "viva o muerta".

Una sola Mujer, primera autoridad de la dignidad de la tierra, en estas horas. Enviaron a desplumar a la paloma, con todas las mentiras de los que están ya sin razón, vencidos. Y en cada avalancha de indignidad que le arrojaban, más luminosa y alta se subía; más fortaleza para su resistencia, más acercaban la esperanza al pueblo saharaui, y también a sus hijos. Todo en el límite de un final, que prolonga las vidas de los suyos y las hace más nobles, más libres y más justas.

Cuando esto escribo, el rostro de Aminatou ha empalidecido con un blancor de luna. Roza ya el pie de olas de la muerte. Es el momento, el sismo planetario, la enorme sacudida que deshace los nudos de la iniquidad.

Nada será lo mismo, tras esta resistencia de un cuerpo quebradizo y un alma de diamantes, no vencida. Es ella quien ha preparado el campo para la nueva y deseada dignidad de los suyos; quien ha tejido, desde la oscuridad del hambre y la agonía -que es lucha- la más hermosa alfombra que hayan trenzado manos de criatura, la que habrá de acoger el bienestar definitivo de sus gentes.

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