Desde hacía algun tiempo, un baño de cruda realidad la sumergía en las frías aguas de un océano agitado. La otra cara de la moneda se mostraba una y otra vez, acercándose peligrosamente a ella. Sabía, como todo ser consciente, que desde el mismo instante en que somos arrojados a la luz, estamos escribiendo el último renglón del libro de nuestra vida. Afortunadamente, esa parte de la danza apenas se atisba en el horizonte con los primeros acordes. En algunas tardes tediosas, gustaba de imaginar la existencia como una larga noche de baile, un baile siniestro cuyo final ya estaba escrito, aunque los participantes hicieran como que no lo sabían. Comenzaba la danza con un vals: rítmico, suave, romántico, con una intensidad ascendente, que transportaba a los bailarines a las alturas de la inconsciencia en un santiamén, después, unos al ritmo del cancán, otros al del más puro flamenco, seguían una noche de farra aderezada con alcohol, hundiéndose en sus efluvios hasta bien entrada la noche. Los saraos y los "Folies Bergere" proliferaban, y el ruido ensordecedor de la música, junto con los gritos de los participantes en la fiesta macabra, aturdían los sentidos hasta quedarse sordos. Poco a poco, conforme comenzaba el alba, y el cansancio iba haciendo mella en los cuerpos agotados, comenzaba "la Patética" para piano, aunque los sentidos abotargados de muchos ya no podían apreciar las notas que iban inundando unas estancias casi vacías, que horas antes fueron lugares tan concurridos y bulliciosos. Algunos habían sucumbido al agotamiento y dormían sobre cualquier diván de los muchos que había repartidos por los distintos salones del inmenso casino, otros se habían retirado a sus domicilios, justo a tiempo de poder salir dignamente por su propio pie, dispuestos todos ellos a repetir la noche. Era un ciclo que se reproducía periódicamente, hasta que los participantes iban cayendo como naipes y llegaba el momento en que los más resistentes tomaban conciencia de que ya no conocían a nadie a su alrededor. Ese momento solía ser demoledor, el ritmo trepidante de la música, el paso veloz de las horas y los días, los sumergía en una nube espesa desde la que no se atisbaba el horizonte, hasta que inexorablemente se topaban con el muro que se alzaba al otro lado de la calle. Ese, era el momento de la reflexión, de la filosofía, otrora encerrada en armarios bajo siete llaves, ese lugar en el que la espiritualidad comienza a empujar desde algún rincón incógnito del alma, y algunos vuelven sus ojos suplicantes al cielo aprendiendo de nuevo a rezar. Los músicos guardaban sus instrumentos y el silencio se apoderaba de los espacios desiertos. La otra cara de la moneda, a la que no damos nunca la vuelta, iba tomando forma, mientras el corazón acompasaba sus latidos al ritmo de la vida, solo atento a su pulsión. Saltó de la silla, pulsó el mando y comenzó a sonar el Bolero de Ravel a toda pastilla: aún quedaban renglones por escribir y música vibrante para seguir danzando.
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