En este recuadro no se ha evitado mencionar -más bien se ha citado con frecuencia- una máxima de Adam Smith, tenido por el padre de la economía moderna: "No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por su propio interés". El padre del economista escocés murió apenas al haber nacido él, aunque su madre vivió noventa años, una longevidad inaudita en el siglo XVIII. Está por hacer una teoría sobre si los hijos de viuda o madre abandonada tienen rasgos singulares que basculan entre la necesidad que impone -o imponía- la orfandad y la crianza en un entorno femenino, o, si queremos, en ausencia de padre. Puede que de ello haya algo distintivo, de forma que -quizá- la combinación de historia, naturaleza humana, bondad moral y economía esencial que Adam Smith reflejó en su obra magna (Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones) tenga una cierta inspiración privada de la autoridad masculina que, en aquel entonces, era soberana, hasta el punto de que una viuda fuera un proyecto de precariedad económica y social. Pero también, reivindico con criterio propio, una fuente de sensibilidad y sentido común. Sobre la dureza -material- sobrevenida por la muerte del padre cabe traer a colación a Jane Austen, también del XVIII, que escribió Sentido y sensibilidad, a partir de la cual Ang Lee hizo una deliciosa película (aunque las Dashwood eran todas mujeres).

"Ya es machacona la censura al rico, cuando deberíamos aumentarlos. Los pueblos que producen riquezas pueden hacer partícipes de ellas a muchos semejantes. Ricos sin soberbia, que administren bien, que ganen dinero y lo sigan empleando, que tributen". Permitan que traiga aquí esta frase del libro Una vida, de Salvador Rus López, y pido este tímido permiso porque él es mi abuelo y el de unas pocas de docenas más de nietos, un hombre hecho a sí mismo de la mano de sus hermanos, y, me da a mí, de la madre. Dejando ahora la devoción a un lado, debemos en esta tierra abandonar el complejo casi crónico de señalar a quien prospera. Y, por lo mismo, aplaudir a quienes con decencia, contradicción, propósito y una abnegación más propia de protestantes que de católicos proveen a su entorno de empleo, futuro y, a la postre, cultura. Quien, como empresario, no lleva en su interior y en su acción la bonhomía y el respeto por sus trabajadores y la comunidad en la que obtiene sus réditos no conviene a la riqueza de las naciones. El interés propio es natural, es fundamental. Mas no sólo eso.

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