Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

El cáliz

Supongo que es un sentimiento habitual entre todos aquellos que han sido emigrantes. Cuando se está fuera, se echa de menos España, la luz, la gastronomía, el contacto humano, las terrazas, nuestras costumbres. Así que, por bien instalado que se encuentre uno, siempre se añora, se piensa en volver. Al final, la nostalgia se impone y suele terminar empujando a todos hacia la cuna lejana. A poco que se tenga una mínima posibilidad, se cede ante la tentación y se celebra con felicidad el reencuentro con el paraíso edificado en el recuerdo.

Sin embargo, cuando las ensoñaciones tocan el suelo, sienten la tierra y recuperan su corporeidad, es inevitable percatarse de que este sigue siendo un lugar en el que suceden cosas inconcebibles. Esa bruma colectiva es terreno propicio para cobijar emboscada una fauna al completo de pelaje sospechoso. Por ahí, circulan los políticos corruptos, a los que sus partidos acunan hasta cuando ya es irremediable. Transita sin tapujos, a cara descubierta, un nepotismo, tan endémico, que ha terminado inoculándose en el tejido social, como algo irrefutablemente consabido. Campan a sus anchas los narcos que, aunque cultiven toneladas de marihuana, salen de inmediato a la calle, si acaso con algunos cargos, para proseguir sembrando veneno entre nuestros jóvenes. Se pasean ostentosas las compañías eléctricas, dueñas de un poder ilimitado para subir con impunidad el recibo de un bien básico e imprescindible de manera salvaje. Crecen los comedores de beneficencia hasta dimensiones nunca antes conocidas, pero se conviertan en información vacía, de puro repetida. Abundan las empresas asilvestradas con manga ancha para imponer contratos de miseria y operar en negro a su antojo. Proliferan las malas hierbas que ningunean la sanidad y la educación pública, como si fueran un tablero de disputa política, y no los dos servicios más esenciales para cualquier sociedad medianamente civilizada. Incluso siguen a cara descubierta los fascistas, herederos de una dictadura amarga que perduró nada menos que cuatro décadas.

Lo peor es que ese letargo termina convirtiéndose en una suerte de mortal parálisis colectiva. Nadie parece dispuesto a hacer nada, ni desde el gobierno (que mira como un espectador de tribuna los acontecimientos), ni en el parlamento (donde hay oposición a fruslerías, pero no a cuestiones fundamentales) y, lo que es más desazonador, tampoco en la calle (con una capacidad nula de movilización por parte de la ciudadanía). El gran César Vallejo pedía a España que apartara de él ese cáliz, en un poemario con versos premonitorios de la catástrofe subsiguiente a 1939. Es inevitable pensar que esa España que despertó la esperanza de millones de personas en todo el mundo, no solo perdió una contienda, sino que es sencillamente irrecuperable en su fundamento. Hoy el cáliz, de amargura, es la propia España. Volver fue un craso error.

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