Las calles

La tienda de maquetas ha cambiado varias veces de ubicación presa de los avaros propietarios de localeS

En tiempos de agonía perenne del pequeño comercio sigue inmutable el relojero ya que su oficio es el tiempo y el tiempo es eterno pese a lo que digan los físicos teóricos, que por cierto no tienen ni idea de relojes. En la vitrina del escaparate se ven los modelos de rango abolengo, esos relojes a los que un mayordomo o un lacayo da cuerda cada día. La tienda de maquetas ha cambiado varias veces de ubicación presa de los avaros propietarios de locales y en la librería ya por terceras manos los libros del altillo siguen sin comprador desde hace veinte años, ahora ya los despachan a mitad de precio y esperan todos durante años a que yo los compre, huérfanos de sabios. En la tienda de bolsos y artículos de cuero hechos a mano, de local propio, cortan y repujan en un minuto mi funda de móvil personalizada resistiendo a los nuevos avasalladores que con su avaricia atentan su noble oficio. En otras calles y ciudades el minorista de artículos de afeitado de caballero tiene el cortapelos de nariz perfecto, harto de útiles de pega de grandes almacenes que no sirven para nada, ajenos todos los usuarios a los pelos de la nariz, impasibles inundando los accesos a las grandes superficies comerciales como ratas atraídas por la música del flautista van directos al río, que es el morir. Mientras sobrevive el vendedor de libros de segunda mano que tiene escondidos todos los ejemplares de comics de cuartilla de los setenta, sólo para cuando yo vaya. Hay una fresca brisa de mañana y un viernes laborable me da tiempo a mirar librerías, leer tranquilamente los periódicos, acechar las calles ignotas de otra urbe, rebuscar entre volúmenes que tuvieron otras manos, encontrar ese ejemplar inencontrable buscado durante años y décadas, por módico precio tener la fantasía de profesores que pusieron su alma en manuales de puño y letra, delineados a regla y tiralíneas, editados con los secretos ya olvidados en el ajuar de la noche de las nuevas simplezas y la banalidad de los tiempos. Pero nada se ha perdido, sólo hay que buscarlo y con la dicha de que nadie lo va a buscar, ya todo es para mí, todo me espera, lúcido mientras los demás buscan falsos becerros de oro en los templos llenos de mercaderes que se vacían tal y como han vaciado ellos todo. Mientras ese exquisito objeto, esa obra maestra, ese libro único, me espera sin prisa, como el reloj que sabe que nunca se acabará el tiempo.

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