La vuelta al colegio o la facultad tiene este curso un regusto agridulce. Por un lado, se percibe la ilusión de los alumnos castigados por la pandemia, que aprecian en este curso que entra mucho más que nunca el contacto con otros alumnos y profesores, los espacios comunes: no es menos importante cómo se aprende que qué se aprende. Por el contrario, dar clases de dos horas con una mascarilla es penoso. Sin duda, menos que asfaltar en agosto o ejercer de camarero diez horas seguidas. Aun así, lo es; o sea, la mascarilla merma la calidad de las clases lo mires como lo mires. Es sólo un ejemplo de un retorno tan profiláctico como psicológico hacia la cara destapada - deseablemente, lavada y recién peiná, que cantaba un egregio ejidense y almeriense, Manolo Escobar-.

¿A la quinta va la vencida? La quinta ola de la pandemia va a marcar en no pocos asuntos un verdadero antes y después. En el surfeo entre tiburones y entre ola y ola al que hemos asistido desde, por fechar, marzo de 2020, hemos sido confinados, restringidos. Se nos ha aligerado el barbuquejo para veranear y consumir, con un consiguiente repunte de la mortandad. Del brazo de las vacunas, los contagios son menos y menguantes. Pero las oleadas, como las del mar, tienen sus reflujos y sus resacas, y es así en las costumbres. En este caso, en las costumbres generadas drásticamente por el temor por la propia vida: la mascarilla, la reagrupación social, el alterne en espacios a cubierto o reducidos, todas esas cosas que eran naturales hasta hace ni dos años.

La incertidumbre nos hace severos en el juicio. Y asistimos al guirigay contra los botellones de los jóvenes, reuniones que conocen clarísimos antecedentes históricos: ¿usted no se ha corrido juergas con cierta edad? No sabe cómo lo siento; puede que sólo sea desmemoria. Oh, esos jóvenes descarriados compartiendo lotes de alcohol... ¡y encima, universitarios! Sin embargo, algunos pandemistas son más indulgentes con las sanas carreras populares de diez mil corredores vestidos al unísono y, tantos entre ellos, sin el embozo de marras. O con la romería de mi pueblo, cuyos dos años últimos me han provocado máximo mono. ¿Que esos eventos -allá cuidado y allá gustos- son legales, y la llamada botellona, no? Pues sí, y qué. Y por qué, ¿porque usted no tiene hijos ni nietos, o, desamparado por la autoridad municipal, sufre junto a su domicilio el abuso de las farras de los más nuevos? Ojalá se pudieran parar las mareas: legalidad, siempre; hipocresía, no tanto. Quitémonos las caretas.

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