La carrera de las vacunas

Porque los posibles efectos perversos de la premura no los pagaría él, sino los incautos que le votan

Uno de los recursos basilares del neopopulismo rampante que rebrota por estos pagos, para engatusarnos impunemente, pasa por priorizar la emoción por encima de los recursos cognitivos que nos definen como humanos ante al resto de los organismos vivos (o eso creemos). Una tentación en la que la acelerada autorización de las vacunas en ciernes, por parte de B. Johnson para su Gran Bretaña (o la del Putin en su democradura rusa), parece confirmar, al concitar con su carrera para campeonar la vacunación general, un subidón anímico colectivo propio del populismo de siempre. Nada sorprendente, por otro lado, en un personaje que cimenta su liderazgo a golpe de apuestas ilusivas: en este caso, la de vacunar Nosotros antes que Ellos, porque somos los mejores, oiga. Y le deseo de corazón que no le salga rana la ocurrencia. Porque los posibles efectos perversos de la premura no los pagaría él, sino los incautos que le votan. Unos efectos indeseables que no son inéditos en la medicación masiva con fármacos que aún no cuentan con las verificaciones científicas adecuadas para certificar que no causarán más daño que beneficio, y compensen el riesgo de adelantarse un mes o dos, al diagnóstico final, aún pendiente, de la Agencia Europea del Medicamento, con tal de atribuirse un mérito que engrose el postureo del que vive. Y no hablo de una prevención elucubrativa ni gratuita, al recelar del rigor británico para acelerar la vacunación masiva (del caso ruso todo es elucubrativo, hoy por hoy) al ver que utiliza el laberinto legal de tramitar la licencia por la vía prevista para casos de emergencia compasiva, validando controles inferiores a los ordinarios y aun a los mínimos deseables porque falten datos básicos del remedio. Una vía solo asumible para desafiar patologías de necesidad extrema. Un uso, de urgencia compasiva, con algún éxito, pero también, ay, con algunas trágicas experiencias, por empleos inapropiados. Aunque al contar con licencia oficial, las fabricantes trasvasan sus posibles responsabilidades a quien lo autorizó. Un dislate. Por eso la Agencia europea opta, prudentemente, por agotar los protocolos científicos básicos, antes de plegarse a las pulsiones políticas o mediáticas. Una pulsión que subordina el conocimiento al sentimiento, ese odioso recurso populista, esa tentación invencible para líderes narcisistas que anteponen su ego, a lo que dicta la ciencia y la experiencia.

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