Tú no me comprendes

Con la incomprensión se despachan desavenencias no debidas a lo que las palabras dicen, sino a lo que les faltA

C RMEN Martín Gaite afirmó que vivir es disponer de la palabra. Y no se equivocaba. Asunto distinto es el uso que se le dé, aunque, en cualquier caso, "cuando se detiene su curso se interrumpe la vida y se instala la muerte". La palabra puede ser tan callada como un monólogo introspectivo -hablar con uno mismo-, las más de las veces para ajustarse cuentas o buscar esas cruciales respuestas que siempre quedan a la espera. Saramago escribió que las respuestas -dígase sobre todo las anheladas, como probablemente pensaba- no llegan siempre cuando uno las necesita, sino que "muchas veces ocurre que quedarse esperando es la única respuesta posible". Pero, en este diálogo de cada cual consigo mismo, las preguntas se hacen buscando las razones que solo puede conocer quien las formula, si bien cueste responderse o, en el peor de los casos, turbe la respuesta que no se dejaba encontrar o, más bien, no quería buscarse, hasta que la fuerza de la palabra alumbra la reservada oscuridad de los silencios. Los clásicos prescribían el "Conócete a ti mismo", y las preguntas socráticas eran propias de la mayéutica, con la que el maestro enseñaba al discípulo a partir de preguntas que ayudaban a descubrir sus saberes latentes. Mas cuando maestro y discípulo coinciden, conocerse a sí mismo es enseñarse a sí mismo y tal ejercicio resulta infructuoso si no se quiere aprender.

Ahora bien, el curso de la palabra lleva a la otredad, a la condición de los otros. Y entonces la palabra puede no ser tan comprensible como la que se intercambia con uno mismo. Por eso es frecuente que, entre interlocutores no muy duchos en el uso de la palabra, se recurra a una fórmula tan resolutiva como inapropiada: "Tú no me comprendes". Así, de tan directa manera se despachan, con una incomprensión a beneficio de parte, desavenencias que no tienen su razón de ser en las palabras dichas, sino en lo que les sobra o les falta, sea por pretendida intención de quien habla o ya también por la deriva que toma la interpretación de quien escucha. Al cabo, la palabra, aunque asista o desampare, aunque esclarezca o confunda, aunque sea diáfana o ensombrezca, siempre redime. Porque es su uso, incluso en el desacierto o la imprecisión, hasta en la maquinación que sirve a un propósito escondido, el que acabará delatando a los hablantes. Se dirá que las palabras soportan bien la mentira, a la que dan forma, pero Gaite también dijo que "la conversación se paga de antemano".

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