Uno, que cree en la vital independencia de los jueces, asiste avergonzado al espectáculo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Ignoro si el problema estará ya resuelto cuando estas líneas se publiquen. A fin de cuentas, eso no restará un ápice de escándalo al infame mercadeo en el que se ha convertido la designación de los miembros del precitado órgano. Nada queda de aquella sensata idea de nuestros constituyentes de parapetar a jueces y magistrados frente a la tentación partidista de manejar la Justicia. Ni con el sistema original (1980), en el que los electores eran los mismos jueces, desvirtuado de inmediato por un corporativismo politizado, ni con el sistema reformado subsiguiente (1985), en el que sus veinte vocales adquieren tal condición por votación parlamentaria, se logró evitar jamás que todo acabe desembocando en un inaceptable reparto de cuotas entre grupos políticos.

No aspiro a que nuestros juzgadores se desprendan de toda ideología. Son personas y, como tales, cada cual tendrá su propia visión de la realidad. Pero sí a que no deban más lealtad que la exigible a su conciencia. No son -el ejemplo alemán lo demuestra- cosas incompatibles. Lo grave, lo que verdaderamente nos distingue, es que aquí ninguno alcanzará plaza en los más altos y codiciados tribunales sin entregar a cambio su indocilidad.

No hace mucho, el magistrado Alfonso Villagómez proponía en El País una reforma constitucional que dejara las principales funciones que ahora tiene el CGPJ en manos de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo y en las correspondientes salas gubernativas de los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA y de la Audiencia Nacional. No me parece mala iniciativa, acorde, además, con la doctrina establecida en su día por el Tribunal Constitucional: la lucha partidista debe quedar alejada del ámbito del poder judicial.

Cautela desoída. Estamos donde estamos porque a ningún Gobierno, ni de derechas ni de izquierdas, le interesó nunca soltar la presa de las togas encadenadas. La vis expansiva del Ejecutivo, una vez desleído el legislativo, atesora como oro en paño el mecanismo que le permite teledirigir la voluntad de la cúpula judicial. Como para estar orgullosos de un país en el que la élite de sus árbitros, para serlo, ha de teñir inexcusablemente de rojo o de azul el equilibrado negro con el que, desde antiguo, dicen se resguarda el sentido y la dignidad del oficio.

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