Mi abuela cumplió el otro día 85 años en plena tercera ola de esta maldita pandemia. Es una guerrera, una mujer luchadora forjada en mil batallas como no podía ser de otra forma, ya que nació meses antes de la Guerra. A pesar de las ciento y una llamadas de los tropecientos nietos entre los que me encuentro, de las limitadas visitas y regalos de sus cuatro hijos y del cariño de sus vecinas y amigas, no ha podido tener el cumpleaños que se merece. No pasa nada, no me gustan las tartas, me decía. Pero el pastel, como cualquier otro detalle material a estas alturas de la vida, era lo de menos.

Lleva más de diez días sin pisar el tranco de la puerta, ni tan siquiera para salir a comprar, evitando cualquier roce innecesario con un coronavirus que en el último mes ha sido más cruel y letal que nunca antes, consciente de la fragilidad de una generación que siempre se caracterizó por su fortaleza. Como mi abuela Patro son tantos y tantos los mayores arrinconados hoy en sus hogares, alejados de su bien más preciado, los besos de los que más los quieren. Pero los recuperarán. Espero que pronto. Es nuestra deuda. Cuando acabe esta pesadilla soplaremos las velas.