Metafóricamente hablando

Antonia Amate

Las 'cunicas' de la feria

De pequeña, los años los iba contando por navidades, y por los veranos interminables, que pasaba en casa de sus abuelos. Aquellos días inagotables, preñados de perfume a jazmines, en los que regresaba a casa agotada, solo para comer y dormir, fueron el rincón de su memoria en el que se refugiaba, cuando de adulta los problemas le abrumaban. Era curioso, como cambia todo con el tiempo, su percepción ahora era diametralmente opuesta a aquellas secuencias que tenía grabadas en su mente, como una película antigua y desdibujada. Recordaba emocionada, cuando llegaba la feria, a mediados del mes de agosto. Los chiquillos se pasaban las horas viendo como montaban las "cunicas", las casetas de tiro al blanco, y los puestos de turrones. No volvían a sus casas hasta que estaban completamente montadas. Llegaban con gran algarabía, gritando entre ellos y pidiendo a los mayores algunas "perras" para montarse los primeros. Aquello sí que era emocionante, se pasaban todo un año esperando esa oportunidad única. Los abuelos, los padres y los tíos, se mostraban generosos con ellos, y conforme cogían el dinero, iban a ponerse en la cola para subirse al "cacharrico" más bonito. Los mayores, mientras tanto, daban buena cuenta de grandes jarras de cerveza bien fresquita, y "chatillos" de vino, escuchando los pasodobles con que los deleitaba la banda municipal. Ese olor a azúcar quemado, "mistos de crujir", turrones y almendras garrapiñadas, iba siempre asociado a recuerdos felices, a familias arracimadas en enormes mesas instaladas a un lado de la plaza, llenas de vasos, botellas, pinchitos, patatas, etc…, a las que acudían los niños cuando los acuciaba la sed o el hambre. Si ahora tuviese que definir aquella situación, diría que era un caos absoluto. Sin embargo en esos tiempos, era la normalidad. Las familias eran verdaderos clanes, y las casas de los abuelos eran "elásticas", allí cabían todos. Las mujeres se pasaban el día cocinando, los hombres charlando en el patio, los niños correteando por el pueblo, y los veranos eran eternos. Venían también otras familias desarraigadas por cuestiones laborales, casi sin excepción, y que en este encuentro reforzaban sus vínculos, a la vez que se establecían entre sus hijos, nacidos ya fuera del pueblo de sus ancestros. Eran esos recuerdos que se enraízan en el corazón, que se sienten como únicos, y constituyen lo invisibles hilos que van formando la crisálida en la que después nos envolvemos, para salir de ellas como bellas mariposas aladas, pensando que nos comeremos el mundo. Ahora, sentada en la mesa del bar, se mesa las canas y su vista nublada por los años, se pierde tras una libélula azul, de tonos nacarados, y en su retina aparecen, como un espejismo, los niños que un día fueron, chillando y corriendo alrededor de las "cunicas", buscando la más bella para subirse en ella.

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