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El derecho a la verdad

Por eso la idealizamos, porque la verdad desnuda, tiene un potencial revolucionario, ya que nos revelaría el caos

El domingo pasado, 24 de marzo, que no pude proveer un texto para la ocasión, venía señalado por las Naciones Unidas, nada menos que como el Día Internacional sobre el Derecho a la Verdad. Uno de los grandes retos humanos, sin duda. Aunque la efeméride de la ONU focalizara esta vez su atención en el derecho a conocer toda la verdad que ataña a las violaciones de los Derechos Humanos y la Dignidad de las Víctimas. Un derecho que comprende, desde luego, examinar y conocer, desde su raíz, cualquier trasgresión de valores básicos para poder opinar después sobre la gestión que del monopolio de la fuerza se hace desde los poderes públicos, para garantizar la civilidad y dignidad de todos los ciudadanos, sin excepción. Pero es un derecho también, y además, a recordar las causas y las miserias de tanta tragedia histórica como hemos soportado y que nunca deberíamos relegar al olvido, para evitar reincidir en los mismos errores del pasado, aspecto que no resulta demasiado accesible y cuenta con encarnizados enemigos irreconciliables. Uno de ellos, es ese otro llamado derecho al olvido que, cada día con más descaro, se proclama como un componente nuclear del derecho a la felicidad, ya personal o ya colectiva, justamente porque quien lo reclama, suele portar un historial de turbio civismo. Y qué decir de la precaria capacidad humana ante el ideal de verdad, esa ilusoria aspiración de que fuéramos capaces de convivir codeándonos con la realidad sociobiológica de lo que somos, cuando lo poco que sabemos ya nos enseña que lo que de verdad nos gusta, que donde de verdad nos sentimos cómodos, es en la cultura de la apariencia y el figuroneo.

Y es que, como dijo T.S. Elliott, los humanos no soportamos demasiada realidad. Por eso la idealizamos. Porque la verdad desnuda, sin adornos, tiene un potencial revolucionario ingente, ya que nos revelaría el caos, la fragilidad, fugacidad y sordidez de nuestras estructuras ideológicas. Así que ese pobrecito derecho, que preconiza la ONU, a la verdad auténtica, no desmemoriada, ni obcecada en lo efímero o despreocupada respecto a los valores que sostienen la convivencia, por desagradable que ésta resulte, malicio que no tiene muchos adeptos entre los círculos ostentadores, y conservadores, de poder, que toleran mejor la convivencia en frívola ignorancia del personal alienado, a que andáramos preguntándonos, de verdad, qué es la verdad. Menuda movida.

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