Al abrigo del agobiante calor, desde su hornacina dorada, divisaba la parroquia. Su delicado cuerpo, tallado en fina madera, se encontraba tan arropado, que de haber sido de carne y hueso habría perecido por un golpe de calor. La túnica, la capa, los velos y cuantos abalorios le ponían los feligreses agradecidos por su buen hacer, se acumulaban sobre ella "hasta decir basta". Seguía siendo, para muchos desgraciados, el último bastión al que agarrarse a la esperanza. Aunque hacía años que las gentes de aquel barrio, alejado del centro de la ciudad, habían dejado de ser asiduos visitantes, el rio de personas que a cuentagotas se acercaban allí, no había dejado de fluir. El ser humano en su infinita debilidad, no dejaba de ser una marioneta en manos de desalmados traficantes de almas, y algunos no encontraban el bálsamo que calmara su sufrimiento entre tanto oropel. En eso estaba, cuando su delicado y encerado corazón de ébano sintió una punzada, era algo fuera de lo normal. Los feligreses entraban persignándose, mirando al frente se arrodillaban, en susurros ajustaban cuentas con su conciencia, y cuando se otorgaban el perdón con la indulgencia propia de quien no siente la culpa, se marchaban sin mirar hacia los lados. Ella lo observaba todo, arrinconada y muda, en su pequeño y humilde altar sin flores. En esta ocasión algo era distinto, aquel hombre silente, cuyos pasos apenas se sentían sobre las baldosas, como las pisadas de un gato que acecha la pelota que rebota ante sus ojos, esperando el momento de saltar sobre ella y atraparla, arrastraba una inmensa tristeza. Al contrario que los demás, se dirigió directamente a su capilla, se encendieron las velitas que adornaban el altar, y pudo contemplar a aquel que se postraba a los pies de la Virgen de los Desamparados. Sabía que era el último reducto en el que podía refugiarse el ser humano, cuando el mundo lo abandonaba a su suerte. El hombre justo, de mediana edad, tenía los ojos entornados, las pestañas enredadas entre sí, parecían dos minúsculas cremalleras a punto de saltar, empujadas por un mar de lágrimas. Hacía menos de una hora, este hombre bueno donde los haya, se había enfrentado a la justicia humana, alguien, en un arrebato de rabiosa envidia, le acusó de algo que no había hecho. El juicio se celebró con todas las garantías, testigos que decían medias verdades, jurando "decir la verdad y nada más que la verdad", pruebas indiciarias de un delito inexistente, y un jurado inconscientemente contaminado por los juicios paralelos televisados durante los años que duró la investigación, le miraba acusador. Cuando acabó la representación, llegó a dudar de su propia inocencia, y él, que había sido siempre descreído y agnóstico, ante la dureza del corazón de los hombres, se refugió en el latido invisible de aquella figura de madera policromada que lo miraba indulgente.

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