Cuando doblan a derrota (II)

El mundo se divide entre los que no saben perder y los que no saben ganar

Caminaba con paso firme mientras observaba los efectos de la guerra. Valencia había sido por fin tomada. El último bastión republicano se desangraba a sus pies. Muchos compañeros estaban completamente descontrolados. El rumor, iniciado por los propios oficiales falangistas, había corrido como la pólvora. La ciudad quedaba "abierta" durante unas horas. Todo estaba permitido. Los rostros de sus camaradas habían pasado del agotamiento crónico a la euforia de la victoria. Y de ahí, en pocas horas, a muecas de inquina y venganza, tal vez trasunto de algún oscuro rincón de sus almas.

El infierno se había encarnado en la ciudad. Saqueos, violaciones y pillaje. De vez en cuándo se escuchaban ráfagas de disparos. Eran fruto de juicios sumarísimos con sempiterna sentencia de muerte. Anarquistas, republicanos y desleales eran ejecutados en improvisados pelotones de fusilamiento.

En algunos balcones empezaba a ondear la bandera nacional. Casi podía oler el humo de los trapos republicanos quemados a hurtadillas. Hasta podía sentir la humillación de quien cambia de bando para seguir sobreviviendo. La calle solitaria le devolvió el eco de sus botas. Le embargaba una sensación agridulce. Tras largos años de una dura guerra esta había tocado a su fin. Habían obtenido una merecida victoria. España se convertiría por fin en un país ejemplar, por la gracia de Dios. Pero los gritos ahogados de las mujeres, el llanto de los niños y la mirada vacía de los ejecutados ensombrecían una gloriosa campaña. Le pareció que, en ese momento, el mundo se dividía entre aquellos que no sabían perder y los que no sabían ganar. Sus largos pasos le llevaron en seguida a la playa. Flotaban algunos muertos en la orilla. Los habitantes de los humildes barrios marineros solían salir a recoger el pescado muerto tras los bombardeos. En esa última ocasión ellos mismos habían sido bombardeados después.

Enfiló rumbo al cercano puerto. Por los muelles corrían las tropas nacionales, ordenando y distribuyendo a los miles de refugiados que no habían conseguido hacerse a la mar. Vio a un grupo de niños transportados en un desvencijado Ebro. Sintió la derrotada mirada de un soldado republicano. Al final del cantil un viejo exhalaba su última bocanada de humo y se lanzaba a unas aguas que lo devolverían hinchado y boca abajo. A la sazón leyó una pintada escrita en un muro casi derruido: "vencer no siempre significa ganar".

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