El dolor no tiene dueño

La redención sólo sirve para acallar unas heridas, apenas, casi. No hablo de odio, sino de memoria

La humanidad siempre ha tenido la obstinada obsesión de dar nombre a todas las cosas que íntimas mueven el mundo. Adelantarse al movimiento del aire, precipitarse sobre el vacío de una boca, sobrevivir a la dictadura de unos labios. Nombrar todo aquello que es imposible de acotar con tan solo una palabra.

Las terribles historias de los seres humanos se gestan a través de un ser vivo que huele el padecimiento de los hombres, de las mujeres y que se alimenta de sus almas, hasta la extenuación. La redención sólo sirve para acallar unas heridas, apenas, casi. No hablo de odio, sino de memoria. De la misma historia que aullan los perros en mitad de la noche, de aquellas que nacen desbocadas de las víctimas que siguen esperando saber cuáles fueron sus verdugos. De hijos que se despiertan en la madrugada, con las mandíbulas acribillando el aire entre los dientes, con los párpados ajados sobre sus pechos, anunciandonos el nombre de ese padre o de esa madre que ya no está entre nosotros. Cómo es posible dar fin a un sufrimiento.

Cómo podemos sanar las llagas aún abiertas de esa madre que deambula entre cipreses, con el viento aún golpeando sus mejillas, clamando sobre la roca sola el nombre de un hijo o de una hija que jamás volverá a casa. Cómo, amor, cómo.

Cómo contar una historia que nunca debió pasar. Que al final, de tanto y tanto tormento, no sirvió para nada. Sino para vernos enfrente del espejo y admirar cómo el abominable hombre que no queríamos ser, volvía a salir a las calles, a inundar de rencor el asfalto, a anunciárnos el avance del horror. Cómo, amor, cómo.

El dolor no tiene dueño. Nos concierne a todos. De él venimos, hacia él nos encomendamos, con la determinación que lo hace el mar, cuando a golpe de ola sola, se apresura inevitable sobre los cuerpos, sobra la materia, proclamando la sumisión y la humildad del ser, como cuando se nos arreban las más bellas cosas de la tierra.

El dolor no tiene dueño, ni tiempo, ni espacio. Necesita encontrar su lugar, para sanar -sólo él sabe dónde está-. Requiere la prudencia, como el niño que empieza a andar. Precisa de un hogar que lo acoja y que no lo arroje a la intemperie. Demanda que no nos aferremos a él, porque todos hemos sido pasto, alguna vez, del secreto impero del dolor de todos los hombres y hoy hemos venido a proclamar que es la ternura la que tiene que ocupar todo su espacio.

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