La situación personal del ex ministro Zaplana es desesperada. Como sabrán, Zaplana, enfermo de leucemia, lleva en prisión provisional desde mayo de 2018 por presuntos delitos de blanqueo de capitales y de cohecho. Este último diciembre, su salud ha empeorado: el rechazo del transplante de médula al que fue sometido provocó su ingreso en el hospital La Fe de Valencia. Desde entonces, su defensa solicita infructuosamente que pase a arresto domiciliario.

Son muchas y policromas las voces (Zapatero, Aznar, Iglesias) que reclaman un trato compasivo para Zaplana. También lo hacen instituciones de reconocido prestigio como la Sociedad Española de Hematología que, respaldando al médico del preso, ha emitido un comunicado incontestable: para ésta, "dado el riesgo grave" del paciente, se requiere su "seguimiento estricto en centro médico especializado o, cuando su estado lo permita, bajo el control de un programa de hospitalización domiciliaria que minimice el riesgo infeccioso".

A la vista de semejantes avisos, uno no termina de comprender por qué jueces y fiscales permanecen insensibles. Sus argumentos (el riesgo de huida, la salvaguarda de las pruebas) se topan con la evidente incapacidad de un Zaplana moribundo. Y es que el empecinamiento de la magistrada (y de cuantos avalan sus resoluciones) difícilmente encaja en las normas. El artículo 508.1 de la LECr autoriza (y hasta aconseja) que un imputado verifique la medida de prisión provisional en su domicilio, "cuando por razón de enfermedad el internamiento entrañe un grave peligro para su salud". Es el caso y, al desoír su letra y su espíritu, la juzgadora se interna en el tipo de la prevaricación judicial e incluso, según algunos penalistas, en el del homicidio.

No, un magistrado jamás debe olvidar que es el garante de la vida e integridad física del justiciable. Tiene la obligación legal y moral de interpretar las leyes a favor del reo y de forma humanitaria. Severidad, venganza, ideología, crueldad o desprecio son conceptos que deben quedar fuera de su labor cabal. Siempre, por supuesto; aunque todavía más cuando no hay condena y se mantiene incólume la presunción de inocencia.

Ignoro los diablos que danzan en la cabeza de la juez Isabel Rodríguez Guerola. Pero sí sé que su actitud, al menos en apariencia, poco o nada tiene que ver con la que todos tenemos derecho a esperar de cuantos soportan la honorable y gravosa carga de impartir justicia.

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