Opinión

Carmen Rábago

Sin educación

Contra todo resquicio de sensatez, la madre baja al niño del asiento, se lo come a besos y bajan del autobús riendo

Estoy saliendo del garaje de mi casa a la vez que una pareja entra; van hablando entre sí en español y les dirijo un cordial "buenas tardes". Ambos miran al espacio que corporalmente ocupo traspasándolo con sus ojos como si miraran al horizonte, o con la misma expresión de indiferencia que tendría un burro ante una piedra que se encuentra en su camino. Ignorándome totalmente, siguen hacia el coche continuando con su conversación… Ocupo el primer asiento a la derecha según el sentido de la marcha del autobús urbano número 5. El conductor saluda con un amable y continuo "buenos días", inasequible al desaliento, a cada uno de los pasajeros que entran. La mayoría de los jóvenes, tanto chicos como chicas, posan su tarjeta sobre la máquina destinada al efecto para computar su viaje, no sólo sin responder algo al saludo, sino sin siquiera mirarlo a la cara. Subo como pasajera al autobús urbano número 5. Saludo con un cordial "buenas tardes" al conductor del mismo mientras computo mi viaje en el dispositivo correspondiente; me mira con absoluta indiferencia como si yo fuera un insecto volador no identificado y, sin decir palabra alguna, continúa manipulando su teléfono móvil. Cojo el autobús urbano número 5 en la hora punta de entrada a colegios y trabajo. Cedo el paso a una señora que va con su hijo de unos seis o siete años. La madre, en vez de ocupar con el niño los dos asientos situados detrás del conductor, permite que el menor lo haga, solo, justamente en su lateral derecho en la plaza individual situada detrás de la puerta de entrada, protegida de ésta, por una pequeña mampara de cristal. El niño se pasa todo el trayecto dando patadas a la mampara o metiendo los pies en el pequeño espacio en forma de media luna que forma ésta, en un punto, con la estructura que la alberga. La señora, sentada de medio lado en el asiento más próximo al pasillo y con un pie en éste, no para de decirle, sin resultado alguno, que se esté quieto, que vaya a sentarse con ella. El trayecto avanza; muchas personas mayores, incluida yo, miramos ya cansadas y enfadadas, tanto la escena, como la plaza vacía al lado de la madre, temiendo a la vez ver hecho añicos, de un momento a otro, el indefenso cristal. Aún así, no perdemos la esperanza de que se decida por fin a sentar a ese niño en sus rodillas o a su lado y deje, al menos, un asiento libre. Pero el viaje continúa… el menor sigue voceando, pidiendo chuches a su madre, dando patadas más o menos fuertes a la mampara o metiendo los zapatos en la pequeña media luna una y otra vez, sin que su progenitora lo corrija, ni el conductor diga palabra alguna al respecto. Por fin llegan a su parada; contra todo resquicio de sensatez que pudiera esperarse, la madre baja al niño del asiento, se lo come a besos y bajan del autobús riendo.

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