Fue Max Weber, en La política como vocación, quien a mi juicio reflexionó con mayor agudeza sobre las cualidades que debería reunir todo aspirante a ejercer un oficio tan esencial. Según él, la política requiere, en primer lugar, pasión, esto es, la entrega a una causa y a las ideas que la inspiran. Ese credo del político, en segundo lugar, para no devenir en una "excitación estéril", ha de ir acompañado por un permanente y atento sentido de la responsabilidad que oriente y adecúe su hacer. De ahí, el último requisito: el político necesita siempre mesura, temple, buen juicio para evaluar y ajustar circunstancias y perspectivas.

De ese esbozo deriva la archiconocida distinción que Weber establece entre la ética de la convicción, o fidelidad a los principios personales, y la ética de la responsabilidad, considerada más como un compromiso con la variable realidad que como un pragmatismo vacío de ideales. En absoluto son excluyentes: en la concepción weberiana, esas dos éticas actúan como elementos complementarios. De tal modo, Weber condena con idéntico desprecio a fanáticos, tercos, demagogos o sempiternos mutantes que hacen del éxito el único norte de su labor política. No se trata, por supuesto, de una convivencia sencilla. Ninguna es inferior a la otra y en no pocos casos entran en conflicto, poniendo a prueba, entonces, la firmeza, inteligencia y sensatez de cuantos experimentan sus equiparables atracciones.

De la teoría a la práctica: desde hace años, la disyuntiva ha cobrado actualidad en nuestro país a cuenta de las controvertidas opciones elegidas por Pedro Sánchez. Por sus actos, no es fácil reconocer en él ninguna de las dos éticas. Hombre de valores contingentes y de insomnios súbitamente curados, maneja con desparpajo y a su conveniencia la una y la otra. Señala Luis Haramburu Altuna que Sánchez parece haber superado el esquema binario de Weber. Se ha instalado, observa, en la ética de la oportunidad. Dando un peligroso paso, ya no trata de ser responsable ni consecuente, sino, más bien, de aprovechar toda coyuntura para perpetuar su poder. Maquiavélico en el peor sentido del término, nuestro presidente diríase dedicado obsesivamente a sí mismo. Sea por su rentable conversión al populismo posmoderno o como habilidoso disfraz de su gigantesca vacuidad, a él le pertenece el demérito de desmentir a Weber y de poner en riesgo, con ello, nuestra propia e intocable salud democrática.

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