Desde que el mundo es mundo, no ha habido persona que no haya perseguido, incesante y quizá inútilmente, la felicidad. Propósito extraño, por demás, dada la propia indeterminación del objeto. Nadie, ni hoy ni nunca, ha logrado transmitirnos una fórmula eficaz para hallar el mítico grial. Conocemos, acaso, los caminos que, aun teniendo excelente fama, no conducen a ella. La riqueza, por ejemplo, no la otorga; ni la compra: el dinero es imprescindible para garantizar, cubriendo necesidades básicas, cierto bienestar; pero, llegado a un determinado punto, su influencia, en términos de felicidad, se va reduciendo hasta perder toda importancia. Dicen los expertos que los factores que aportan más felicidad al ser humano son la autonomía (la capacidad de hacer cosas sin depender de otros, tanto física como psicológicamente) y el individualismo (la libertad de decidir). Justamente por eso, cuando el dinero nos convierte en esclavos acaba alejándonos del verdadero fin.

Autonomía y libertad -en realidad, esta última engloba a la primera- parecen, de este modo, recetas más fiables en el intento. Pero tampoco, a mi juicio, infalibles. Es más fácil, claro, sentirse dichoso en semejantes condiciones; aunque entre dicha y felicidad todavía resta un largo trecho. Otros conceptos utilizados por los clásicos (beatitud, alegría, virtud) también se muestran incapaces de agotar la complejidad del sentimiento. La plenitud de Aristóteles y de Séneca, incluso en el sentido de ocupación que le confiriera Ortega, al quitar espacio a la melancolía, a la tristeza o al desencanto, casi alcanza. Y digo casi, porque, si bien nos escuda frente a la infelicidad, no por ello nos asegura el disfrute completo de su antónimo.

A estas alturas, ya sé que surge de improviso (una de sus características es que no se puede buscar directamente) y que se trata de un bien extremadamente raro, disfrutado, en el mejor de los casos, apenas minutos a lo largo de una vida. Es de necios, pues, ambicionarla; y aún de más necios -Borges lo hizo- clausurar las rendijas por las que pudiera asomársenos. Probable destello revelador de otros universos, me basta con mantenerle incansablemente franco el paso: vivir dignamente, no malvender mi libertad, no darme jamás por vencido, amar, perdonar, reír, olvidar…Así, con el candil siempre encendido, si llega, fugaz o eterna, al menos no será mi imprudencia la que oscurezca y malogre su ansiadísimo goce.

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