Los fastos mortuorios

Un tropel de miserables que no movieron en vida ni un dedo por él, salen a hacerse auto-homenajes sin el menor pudor

En otras cosas no, pero para enterrar los españoles somos únicos. Qué bien enterramos a la gente; se entierra aquí como en ningún otro sitio. La verdad es que, en ese trance, al difunto de poco le sirve ya; por el hecho de ser difunto, claro. Pero el personal no se priva de los fastos, faltaría más. Lo normal es darle mala vida y reputación al vecino, mientras vive y colea, pero a la hora de enterrarlo no se escatima, ni en pirotecnia ni en parabienes. Se trata, pienso, de otra celebración grupal más, en el fondo. De otra excusa más para que el grupo se reúna y festeje algo. En 1910 pintó el granadino López Mezquita una de sus composiciones más celebradas y a la vez inquietantes. Representa el velatorio de un bebé gitano en el interior de una cueva del Sacromonte. Entre los personajes apiñados que conforman el nutrido grupo alrededor del pequeño ataúd con el niñito se distinguen a varios familiares llorando. El resto constituye un siniestro jolgorio humano, una esperpéntica celebración de cante, baile y bebida. El lenguaje realista y expresionista a un tiempo, de virtuosa técnica, que bebe de la mejor veta goyesca-zuloaguesca de la pintura española, contribuye a la eficacia expresiva del cuadro. Una gitana de mueca agridulce, como de sonrisa maléfica petrificada, danza de forma macabra mientras el guitarrista, las cantaoras y las palmeras le crean el necesario soporte musical. Otros personajes llenan sus vasos de vino y participan de esta desconcertante ebriedad colectiva. Mientras lo pintaba, López Mezquita confesó a un amigo suyo que se trataba de "una costumbre gitana de aquí". El cuadro nos sirve de espejo para mirarnos, antropológicamente hablando, en la tesitura de nuestra celebración de la muerte. En el fondo, cuando alguien fallece, los que tengan una visión más poética u optimista de nuestra condición, podrán decir que la celebración acontece porque la vida sigue, pese a todo, y siempre perdura, pase lo que pase. Cuando alguien fallece hay que festejar la vida. Yo creo que, viendo nuestra miseria moral e intelectual, como pueblo, y nuestra falsedad y maldad comprobada, muchos celebran que el vecino, el cabrón del vecino, se ha ido para siempre. Y cuando se trata de un difunto que fue persona eminente, un tropel de miserables y caraduras que no movieron en vida ni un dedo por él o incluso lo persiguieron, salen a hacerse auto-homenajes sin el menor pudor, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid.

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