¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El final de un beso

De aquella España unida y efímera, que entonó con entusiasmo el 'lo-lo-lo' del himno, no queda apenas nada

Si, como se suele afirmar, el fútbol actual es un sustituto de los conflictos bélicos, España ganó en 2010 la Guerra Mundial. Pese a que el planeta había entrado ya de lleno en la crisis económica que se suponía iba a tumbar al capitalismo (algunos siguen esperando), el gol de Iniesta, aquel futbolista con pinta de quinto antiguo, levantó a España de la butaca y le hizo tremolar la rojigualda con un desparpajo inaudito en nuestra nación acomplejada. Desde Lepanto no se escuchaba un Tedeum tan entusiasta. El colofón fue cuando Íker Casillas, aún sucio de sangre de holandés, tomó entre sus manazas de cancerbero el rostro morisco de Sara Carbonero y le plantó un beso de galán que hizo estallar en confeti al país negro y trágico de Yerma. Hasta las más desdeñosas mujeres de Forges aparcaron sus libros para celebrar con sus Marianos la feliz unión entre el guerrero y la cronista de los ojos esmeralda. Incluso alguna bandera se vio en Guipúzcoa y Gibraltar. De todo eso, hoy, apenas queda nada.

La anunciada separación de Casillas y Carbonero, matices rose aparte, es una metáfora de barroco pesimismo sobre la actualidad de una España desalentada, fisurada e insegura. En los últimos once años al país le han pasado por encima una durísima crisis -que en 2010 sólo había comenzado-, un intento de secesión por parte de una de sus locomotoras industriales y una pandemia que, entre muchas otras cosas, ha dejado al descubierto nuestras miserias nacionales. Aquellas banderas que se enarbolaron en bares y bulevares han sido sustituidas por las que hoy cuelgan tristes y descoloridas en los balcones, pero no para celebrar el triunfo del león español, sino para lamentar la disgregación de un país que sólo unos años antes había entonado en fraterno abrazo el lo-lo-lo de nuestro himno nacional. Y ya no tenemos un Quevedo para contarlo. Como mucho a Lucía Etxebarría.

Prueba de tanta ruina es que, ni siquiera en Murcia, un español puede tomar tranquilamente el aperitivo al sol de la huerta sin que las reyertas del poder le salpiquen el descanso. La imagen del país es hoy la de una vanitas, con su calavera, su pistola de pistón, su rosa marchita y su libro abierto por una página olvidada. De aquella España unida y efímera que surgió en Sudáfrica, decíamos, no queda nada. Tampoco del amor entre el futbolista y la periodista. Sic transit gloria mundi, por seguir con lo del barroco.

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