De Gobiernos e Ínsulas

gONZALO aLCOBA gUTIÉRREZ

Las fronteras del alma

Vemos a diario cómo unos desheredados que se parecen mucho a nuestros hijos atraviesan alambradas

Ocurre un fenómeno extraño en estos tiempos audiovisuales. Vemos a diario cómo unos desheredados que se parecen mucho a nuestros hijos atraviesan alambradas, cercenándose los tendones de las manos, abriéndose la piel del cuello a jirones, para vivir donde vivimos; y cómo los reciben armados hasta los dientes y, en los lugares más libres del mundo (imaginen qué ocurre en los que no lo son), los devuelven en el acto a la miseria de la que vienen; lo vemos desde el ángulo cenital, en picado, en contrapicado, a cámara lenta; en blanco y negro, con sonido ambiente, con voz en off o con música instrumental de la que hace llorar. Normalmente, a lo sumo, suspendemos la tostada uno instantes en el aire, sin dejar de mirar si el café sigue humeando y, hasta que calculamos que podemos llevarnos la taza a la boca sin abrasarnos, dedicamos el tiempo muerto a la obligada desazón matutina. Por una conciencia sana.

Pero, a veces, ocurre el milagro, que siempre surge de las avisadas manos de algún fotógrafo sagaz. Una imagen sola, generalmente en plano próximo, rompe los moldes aceptados (moldes generosos como desiertos) y el café se cubre de escarcha. En Ceuta, una mujer que podría ser como usted o como yo (y no lo es, al menos no es como yo), cruza, en mitad de la playa, la frontera de la indolencia y abriga con las manos el corazón aterido de un hombre que también podría ser como usted o como yo. Y eso sí, eso sí nos llama, nos convoca, nos avergüenza y nos enfada. Nos enfada más de lo que podíamos tolerar, porque nos jode el café, pero también la mañana; y aún nos queda escalofrío para la cena, cuando volvemos a casa deseando descargar algo de impotencia.

Me asusta pensar que esto que digo es cierto. Nuestra conciencia supeditada al acierto de un cámara (perdonen si generalizo, no se den por aludidos si no procede) y recubierta de una piel encallecida que hay que saber pinchar para que sirva de algo. Podríamos pensar que la vida no vale un pimiento cuando no basta la muerte para hacernos llorar si falta el foco. Pero hay quien ha humillado a aquella chica del abrazo fraterno que les decía, quien la ha insultado y hasta quien se ha reído de su grito silencioso por la humanidad. Siendo así, puede que nuestras pobres conciencias sean la única esperanza que le queda al mundo. Sigamos viviendo, claro; pero no estaría mal darle voz al televisor, mirar de cerca cada imagen, dejar, quizá, que el café se hiele, para que no se hiele el alma.

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