CUANDO George Bush (hijo) decidió invadir Iraq, con los auxilios conocidos, pensó probablemente que ésa era la mejor respuesta al terrorismo islamista que había atacado el corazón de Estados Unidos con la matanza del 11-S. Estaba profundamente equivocado, aunque tampoco vamos a descartar motivaciones menos generosas: el petróleo, los intereses geoestratégicos del país, su confirmación como única superpotencia...

En realidad, lo más débil de aquella guerra no fueron sus causas, centrales y colaterales, sino las excusas. Primero decretaron la guerra retratándose en las Azores (Bush, Blair y Aznar, con Durao Barroso de feliz anfitrión) y luego trataron de explicarle al mundo por qué la hacían. Básicamente, porque Sadam Husein disponía de arsenales de armas químicas y estaba dispuesto a utilizarlas de manera inminente y porque su régimen albergaba y ayudaba a los terroristas de Al Qaeda, culpables del 11-S.

La segunda excusa era inverosímil, porque Sadam y Ben Laden no podían ser más antitéticos en su ideología e intereses, a pesar de la coincidencia objetiva de sus respectivas criminalidades. En cuanto a la primera excusa, todavía andan los norteamericanos y sus aliados persistentes buscando las famosas armas de destrucción masiva. No las han encontrado, ni las encontrarán. Es inútil que insistan en vendernos esta mercancía averiad. Simplemente, montaron esta coartada para sus designios bélicos y se les ha venido abajo en todos los frentes.

El último, el del Reino Unido. Allí, donde se toman en serio las investigaciones y ponen a hacerlas a funcionarios independientes y prestigiosos, ya ocurrió el suicidio del profesor que filtró a la BBC los datos sobre cómo el Gobierno laborista de Tony Blair había exagerado el informe de los servicios secretos acerca del peligro de la dotación armamentística de Sadam. Fue en 2003. Ahora un diputado conservador dice tener pruebas de que aquella fuente del espionaje que atribuía al régimen iraquí la capacidad de lanzar un ataque químico con misiles balísticos en menos de tres cuartos de hora era un taxista que aseguró haberlo oído de dos militares locales.

El Gobierno de Blair -la esperanza más decepcionante de la izquierda socialdemócrata europea de los últimos tiempos- no se preocupó de atender las advertencias de los propios servicios secretos informantes acerca de la escasa fiabilidad de la fuente. ¿Para qué? Ya estaba convencido de embarcar a su país en una guerra sin cobertura de la ONU y perpetrada por un objetivo erróneo. Hubiera procedido igual ante cualquier otro aviso que pudiera disuadirle de lo que ya tenía planeado. La Historia le juzgará mal. Como a sus otros colegas de las Azores.

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