Carta del Director/Luz de cobre

La gestión del miedo

A poco que se desplace la línea de confort en la que nos movemos entramos en pánico, aterrados por el miedo

La pandemia de coronavirus nos deja cada día muchas dudas y una sola certeza: vivimos en la época del miedo. Miedo a percibir que no respiramos bien y podamos estar contagiados. Miedo a salir a la calle, tocar un pomo de una puerta, llegar a casa y dejar la COVID-19 campar a sus anchas donde mora tu familia. Miedo de aquellos que rigen nuestros destinos a ser acosados y cuestionados por su gestión de la crisis y miedo de aquellos que cada día tratamos de contar lo que sucede a cuestionar el miedo, como dice el escritor Jonh Carlin. Porque es tan delgada la línea de confort en la que nos movemos que, en realidad, a poco que se desplace más allá de un grado caemos en pánico, aterrados, como si de un tsunami se tratase y sin lugar para guarecernos.

A poco que mires en derredor encuentras motivos para entrar en estado de pavor. Hemos estado confinados dos meses y los muertos han sido tantos que casi nos hemos olvidado de contar. Hemos estado encerrados y han dejado de enseñarnos las morgues comunes y el dolor de las familias para que no pensemos, para que no nos planteemos la crudeza de una enfermedad que llega, te cubre con su manto, y a jugar a la ruleta rusa con tu vida. Están tratando de inmunizarnos contra el dolor de la pérdida de miles de seres queridos sin enseñar a una sola familia, o a muy pocas, que nos cuenten su caso. También es cierto que tratamos de alejar de nosotros todo aquello que signifique pena, dolor o tristeza. Mientras estamos sanos nuestro cerebro jamás te acerca a la realidad de los hospitales, a la realidad del sufrimiento. No estamos hechos para ello y nos vacunamos, -esta si está inventada-, para sacudirnos todo lo que tenga que ver con el dolor.

Pero cuando esto pase vendrá la rabia. La rabia que ya ocupa parte de las calles de aquellos que no llegan a fin de mes. De aquellos que deben acercarse a un comedor social, con gorra y gafas de sol para soportar la vergüenza, a recoger un plato de comida para ellos y sus familias. De aquellos que, inmersos en un ERTE, contienen la respiración hasta ver que ocurre cuando esto pase. Porque esa es otra. Ya nos inoculan en vena cuánto va a caer el PIB, cómo van a ser los recortes y hasta el número de nuevos agujeros que habrá que hacer al cinturón para tratar de que los pantalones no acaben en los tobillos. Pero si al final, y después de meses de zozobra, de vidas perdidas, de trabajos acabados, nos encontramos con que el riesgo de morir de coronavirus es más bajo del que nos han grabado a sangre y fuego, este tiempo de encierro nos habrá robado el alma y una época que ya nunca podremos recuperar, inmersos como estamos en un mundo de zombis, movidos por el viento de los gobernantes, que nos llevan de un lado a otro según sople Poniente o Levante. Y mientras tanto, lo único que permanece, mal que nos pese, es el miedo.

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