Ser gradual hasta la batalla final

Primero, haciéndonos creer que no había otra opción. Después, vendiéndonos la idea que todo era cuestión de tiempo

Por lo general, cuando se habla de cambiar una serie de cuestiones legislativas cuando en realidad sabemos que no son la prioridad que la sociedad demanda, la superficie epidérmica de mi tosco y torvo cuerpo suele experimentar ciertas erupciones subcutáneas e intercutáneas indignas y desprovistas hasta tal punto, que mis rincones más íntimos de la memoria retumban y, por ósmosis, la parte alícuota del occipital y del frontal de la carcasa ósea de mi cerebro -generalmente se suele curar con un gelocatil-.

Y es que como decía el proverbio popular, cuando veas las barbas del vecino pelar, pon las tuyas a remojar. Es así. Como viene siendo habitual, ciertas normas y ciertos cambios legislativos se suelen ir aplicando de manera gradual, casi prácticamente imperceptibles. Es lo que ha sucedido en este último periodo con los derechos y las conquistas laborales. Primero, haciéndonos creer que no había otra opción. En segundo lugar, vendiéndonos la idea que todo era cuestión de tiempo. Que, en un primer momento, es necesario hacer un esfuerzo, para que después, más adelante recoger nuestros merecidos frutos. En este orden de cosas, solo podría decir en mi defensa -si la hubiese- que en estos momentos la situación real y práctica que estamos viviendo es que optamos a contratos laborales más precarios, que el sistema de pensiones se resquebraja, que la seguridad social está saturada y que llevamos así ya más de diez años. Bajando la cabeza, apechugando y sacrificándonos por un paraíso que nunca llega y proclamando la llegada del pan y de unas espigas que no llegan, que no llegan y que no llegan.

Estas medidas suelen venir junto con la promesa que será temporal, que aunque al principio no sea lo más factible, al final, en un futuro próximo nos traerá grandes beneficios a toda la estructura social y, por ende, al ciudadano de a pie. Con el objetivo impertérrito de que la sociedad se acostumbre a la medida, sin rechistar, sin ofrecer demasiada resistencia, mientras piensa en su mundo tornasolado -el ser humano siempre creerá en la propuesta más descabellada que se pueda crear- y se normaliza una situación que a priori no contaba con el apoyo general. De tal manera que se desinhibe a la sociedad de la conciencia inmediata y verídica de la realidad -y a su corta memoria colectiva-, aceptando finalmente la normalización y la aceptación, por tanto, de que los beneficios prometidos no llegarán. Dejo a la memoria del lector, si se me permite, una frase muy socorrida en estos tiempos: "El estado no recuperará las ayudas ofrecidas a la Banca".

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