El pasado puente de los Santos, el pueblo recibía como agua de mayo a los forasteros, que ocupaban y usaban buena parte de la oferta de turismo rural del sitio, preparado para ofrecer unas vivencias serranas e históricas a quienes venían de fuera. Cosa que otra agua, que por fin llegaba cabalgando entre octubre y diciembre, echaba en cierto modo por tierra. Las localidades rurales necesitan el turismo para que los jóvenes allí nacidos no vuelvan a sus casas de la niñez sólo en los puentes y unos días por Navidad y verano. En esos días fuera de lo diario, los pueblos reverdecen. Los visitantes están encantados de hacer el guiri -el guiri interior-; van facilitos de bolsillo y dispuestos a hacer circuitos por la villa, caminatas por sus montes, degustaciones de anisados, setas o de animales de caza, compras de lotes de productos típicos, planes de desayuno, almuerzo o cena en la calle. El círculo turístico es virtuoso.

La capital de la provincia donde está ese pueblo -el esquema se reproduce por toda España- se abre amantísima desde el jueves siguiente y hasta hoy, domingo, a una legión de turistas que, de seguir el éxito, serán el pan y la sal de la ciudad. Cientos de hoteles en funcionamiento, otro par de decenas en construcción, algunos de cinco estrellas. Residencias de estudiantes que proliferan a la espera de pasarse al turismo un día; miles de apartamentos turísticos con mayor o menor nivel de documentación. Los grupos de aguerridos forasteros cambian de idioma o acento según las programaciones de las aerolíneas de bajo coste, porque buena parte de ellos deciden a dónde van en función de su oferta de vuelos. Nórdicos de sesenta años que parecen el Banesto y que Indurain y Perico no se hubieran retirado -van equipados-, apatrullando con más o menos garbo la ciudad en bicis y patinetes de alquiler, esas moscas silenciosas, y ubicuas y muchas veces cojoneras que veneran a otro dios, el de la movilidad sostenible.

Llegar a pie desde un barrio o la periferia al centro urbano cada vez más extenso y preparado para su gran urbe del XXI es un trayecto en el que los simpáticos lugareños, los indígenas, pasan de ser todos a casi no ser ninguno a medida que uno se acerca al kilómetro cero, coto multicolor de noveleros en rigurosa bermuda y de camareros (he ahí el empleo). Los bares tradicionales fueron rediseñados para la benéfica demanda, y miles de otros nuevos se crean para la ocasión, a veces meros typical remedos. No está mal darse un garbeo por el gueto guiri de vez en cuando. Y volver con alivio al barrio... o al pueblo.

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