No, no todos somos iguales

Cuando una persona se prevale de su cargo, acabamos pensando que todos lo hacen

Parece que hemos perdido la fe en nuestro sistema y hemos dejado de reconocerlo como nuestro. Fácil nos lo han puesto: el dinero, una herramienta, se ha convertido en el objetivo y así, al ser la regla que todo lo mide sin considerar a las personas, ha impuesto su lógica. En ausencia de un criterio moral, todo lo que aumente el capital es bueno y todo lo que lo reduzca es malo. No se plantea la legitimidad de las cosas, sino hasta qué punto pueden llegar a ser rentables. No hay escrúpulo en vender carnes infectadas si se gana dinero; no hay escrúpulo en tirar de amistades y saltarse las leyes si se tiene contentos a los accionistas; no hay escrúpulo en ofrecer un mal servicio con personal mal pagado y peor formado si así mejora la cuenta de resultados. Lo malo es que, cuando esa infección del sistema sale a la luz, tiene un efecto devastador. Cuando una persona se prevale de su cargo, acabamos pensando que todos lo hacen y, en consecuencia, tomando la decisión racional de entrar en la rueda o renegar de ella. La decisión es racional, pero eso no significa que sea aceptable, adecuada o beneficiosa: aceptar como parte necesaria del sistema el germen que lo corrompe causa la aparición de corruptos y corruptores, de quienes querrían serlo y no pueden y de quienes se escandalizan.

La existencia de estos tres grupos es síntoma de avería y aviso de que el arreglo no puede ser fácil ni rápido. Las crisis de sistema sólo se resuelven cuando se hace aparecer otro nuevo, casi nunca con el beneplácito de las élites que se benefician del estado actual de las cosas. A la sensación de impunidad de los corruptos se le une el egoísmo de los que, por creerse ricos, no quieren tener cerca a los que no lo son; a la propaganda de que existe una voluntad popular se le superpone el cálculo frío de cómo y hasta cuándo se puede abusar de su paciencia. En el límite de resistencia del sistema, la mayoría pierde la fe y aguarda la llegada de un redentor que prometa el Paraíso a cambio de un último sufrimiento. Ya lo decía fray Luis de Granada en su "Sermón del escándalo en las caídas públicas": el daño que de estas caídas se suele seguir es perderse el crédito de la virtud. Ni siquiera en esto son originales nuestros tiempos: esa España imperial que algunos añoran sigue viva, pero no es la de Lepanto, sino la del Duque de Lerma, el ladrón que, por no morir ahorcado, vistió de colorado

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