Tábula rasa

Guillermo De Jorge

El imperio del dolor

SIN duda alguna, se me viene a la memoria una afirmación que realizó la escritora aragonesa Mónica García-Loygorri Alayeto, que en uno de sus discursos aseveraba, hablando de la decadencia del ser humano, que la torpe y obstinada obcecación del individuo de esconderse detrás de un máscara era porque aquello le permitía observar las miserias de los demás y así poder consolar las suyas. Siempre hemos estado abiertos al secreto imperio del dolor -una cuestión sin ecuánime que sucede desde el primer momento en el que el ser humano tiene contacto con el mundo: yo, si usted me lo permite, mi querido lector, hace tiempo que dejé de creer en los hombres; quizás, más como un acto de misericordia para uno mismo, que por legítima defensa. Aún así, a veces, y sólo a veces, caigo en la torpeza de volver a confiar en él, aunque este tema, quizás, lo abordo en otro artículo. Todos los días volvemos al mundo creyendo que esta vez va a ser la buena. Confiamos en ello. Lo legamos a nuestros hijos. Los hacemos partícipes de la mayor alquimia y utopía del universo y nos sentamos a ver cómo poco a poco sus cuerpecitos de pan de leche se dirigen al naufragio más absoluto sin que nada ni nadie les pare. Les creamos un universo a medida. Un mundo idílico del que, sin duda alguna, no estamos seguros que resistan cuando nosotros ya aquí no estemos. Quizás, una de las motivaciones que impulsen a este amargo e inútil grito sea que así, de esa manera, podemos vivir y morir en paz, con nuestra conciencia tranquila, sin ningún ábside de duda hacia el reproche, sin ceder ni un solo resquicio a la incertidumbre. Y dejamos a un lado que el legado que estamos ofreciendo sólo va a ser una ilusión más en un mundo en donde sólo los más despiadados y los seres sin escrúpulos serán los elegidos para sobrevivir. Envuélvalo como usted más quiera. Llámelo como usted más crea conveniente. Etiquételo de la forma más apetitosa y con el mejor marketing posible, pero eso no impedirá que como le dejemos un ábside a la vida, nos arrollará sin compasión. Hará de nuestros cuerpos el pasto que necesita para seguir engullendo. El ritmo es intenso. El rigor es máximo. El error mínimo. La exigencia es una de las bases fundamentales de la excelencia -aunque reconozco, que no suelo creer en imposibles, pero sí en aquello que es probable-. Me gustaría terminar argumentado que un mundo idílico es posible, pero mientras que los hombres sigan llevando en su ADN ese instinto animal que lo hace diferenciarse del resto de los animales, me temo que eso nunca será posible: siempre existirá un hombre dispuesto a someter a su semejante.

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