Las cuatro inyecciones

Era alguien indispensable, todo el mundo confiaba en su sabiduría de demiurgo infalible

La imagen de Don Miguel Lorente Carrillo, médico de Olula, es uno de los recuerdos más recurrentes de mi niñez. Hombre inteligente, de sabia mirada, ejerció durante décadas incansablemente su oficio, él solo, para todo un pueblo. Por las mañanas despachaba en el consultorio local y allí acompañaba yo a mi madre cuando me acatarraba. Recuerdo la sala de espera con aquellas sillas de estilo neorrenacentista. Entre esta habitación y el despacho de Don Miguel mediaba un vestíbulo amplio que había que atravesar antes de abrir su puerta y darse de bruces con él. Con frecuencia, alguna vecina llegaba a la sala de espera y, con alguna excusa, intentaba saltarse su turno y pedía -susurrando callandito a los demás- que le dejaran pasar antes. De súbito, la voz del médico se oía desde dentro de su consulta: ¡Que espere su turno! La aludida agachaba la cabeza y se sentaba a esperar como el resto, tal era la alerta permanente de Don Miguel. Yo siempre me preguntaba cómo era posible que oyera todo lo que sucedía en la sala de espera, en tiempo real, estando a tantos metros de distancia su cuarto y con la puerta cerrada. Sus remedios eran expeditivos y eficacísimos. Un resfriado agarrado lo cortaba de raíz recetando inyecciones. Eran siempre cuatro inyecciones, a las que los niños temíamos. Cuando mi madre sospechaba que tenía infección de garganta allí me llevaba y yo ya sabía lo que me esperaba. Como último recurso del inocente que espera el milagro, rezaba mentalmente varios padrenuestros y avemarías esperando librarme por intercesión divina de los pinchazos, pero la cosa no funcionaba; Don Miguel sacaba el talonario y las cuatro inyecciones caían inexorablemente. Venía después a casa Don Vicente, el intrépido practicante, una vez al día para proceder con la jeringa. Por las tardes Don Miguel iba a domicilio y atendía los enfermos que no podían desplazarse. Era alguien indispensable, todo el mundo confiaba en su sabiduría de demiurgo infalible. Siempre, en todo momento, llevaba una linterna que le servía tanto para inspeccionar la garganta de sus pacientes como para iluminar las calles sin luz por donde caminaba, a fin de cerciorarse quien le venía de frente; también para los frecuentes apagones en cualquier lugar. Desde su jubilación seguía la vida de mucha gente que le importaba. En mi caso, cada vez que leía en prensa algún triunfillo, me mandaba unas letras felicitándome. Don Miguel acaba de marcharse con noventa años, pero la memoria indestructible de tanto bien hecho perdurará por siempre entre nosotros.

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