Sentada en la lisa y fría piedra situada sobre el cauce del arroyo que discurría bajo sus pies descalzos, sumergidos en la pequeña y helada laguna natural formada por una acumulación de ramas cruzadas que impedían su curso, miraba extasiada el paisaje que la rodeaba. El día había sido ajetreado, y se encontraba cansada. De pequeña le encantaban las excursiones en familia, los sábados la despertaban sus padres con música clásica, chocolate y buñuelos, les gustaba arrancar el día con energía. La mochila a la espalda, las zapatillas de deporte y el chándal, era el vestuario clásico de los fines de semana. No había mejor plan para el otoño. Almería era un crisol de paisajes contrapuestos y espectaculares: parque nacional de Sierra Nevada, parque natural de Cabo de Gata, el mar de plástico de Almería y poniente, desierto de Tabernas, Sierra de Maria, Sierra Alhamila, los Filabres, Sierra Cabrera, etc.. Siempre descubrió bellos e inéditos lugares, rincones incógnitos, oasis sorprendentes, bosques insospechados, lagunas desconocidas, arroyos cantarines, y un sinfín de lugares que parecían soñados en un entorno tan hostil y seco. Aún hoy, después de toda una vida de rutas y excursiones, había descubierto un nuevo rincón que la había dejado boquiabierta, siguiendo una senda escondida entre castaños centenarios, oculta entre ramajes preñados de verdes erizos que se derramaban sobre la tierra, entre el rumor del agua despeñada entre rocas y cascadas. Viendo este espectáculo que se desplegaba ante sus ojos, le costaba creer que se tratase de la misma tierra cuya estampa clásica era la de una provincia desértica. Cerró los ojos, para disfrutar mejor del aroma a hierba fresca, a hinojo y tomillo, a tierra mojada, del aire que refrescaba su rostro y zumbaba en sus oídos, y del sonido del agua discurriendo entre las rocas. Recordaba cómo en su juventud, cuando algún visitante preguntaba qué podían ver en nuestra tierra, acomplejados contestaban que nada o casi nada, en un claro tic involuntario de comparar nuestra Alcazaba con la Alhambra de Granada, nuestra catedral con la mezquita de Córdoba o el barrio judío, y en definitiva con otras ciudades monumentales de nuestra geografía. Ahora sabía a ciencia cierta que estaba rodeada de bellos y diferentes paisajes, que iban mucho más allá de la clásica estampa de una romántica puesta de sol en una hermosa playa desierta. De repente, un chapoteo que agitó con fuerza la superficie del agua remansada bajo sus pies, la sacó de su ensimismamiento, y aguzando la vista, pudo observar cómo aquella cabra montesa, acompañada de sus crías, mojando las patas en el arroyo, bebía con parsimonia de sus aguas mansas, y pensó con una cierta tristeza, que no hay nada más eficaz que una verdad inferida por la repetición de una mentira. En ese momento tuvo la más absoluta convicción de que estaba obligada a preservar aquella riqueza paisajística para disfrute de las futuras generaciones, aquellas que heredarán esta tierra cuyo futuro incierto tenemos en nuestras manos, pero… seremos capaces de retenerla? El vuelo agitado de una perdiz la distrajo, sacándola de sus cavilaciones y perdiendo el equilibrio, cayó de bruces sobre la fría poza, mientras la cabra montesa y su crías huían despavoridas, asustadas por el inoportuno chapuzón de aquella "voyer" inesperada, que las miraba con ojos sorprendidos.

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