Cuando C. Marx, defendía su teoría sobre las superestructuras sociales opresivas y sostuvo que el delito no era un acto libre sino una reacción contra la opresión capitalista, abría un debate que hoy la ciencia ha retomado: la administración de justicia debe ser revisada desde sus raíces. Y es que Marx acertó en ver el delito como un trastorno, aunque su causa no sería tanto por presión social como por estrago mental. Un aserto que aún suena extravagante entre operadores jurídicos en general y jueces en particular, cuando oyen que, para sentenciar sobre conductas humanas, no basta con saber leyes: que es además imprescindible saber cómo funciona la mente. Y no solo la del justiciable, sino incluso la del propio juez a la hora de concienciarse y autocensurar aquellos prejuicios o rasgos psicobiológicos y culturales, que condicionen sus decisiones. Lo que no es un reto menor, porque existen estudios académicos sobre los muchos sesgos que afectan el fallo de un juez según decida antes de comer -con hambre son más severos- o ya comidos, que son más clementes. O de cómo altera sus impresiones una estética u otra del enjuiciado, como saben los abogados desde siempre. El caso es que un juez sería más objetivo y entendería mejor lo que enjuicia si conociera claves psicotécnicas como que el cerebro procesa menos información sobre lo que se habla que sobre el lenguaje corporal (que él analiza por instinto en milisegundos) y la comunicación paraverbal de cómo se expresen: aunque al fin acabe priorizando solo la palabra. Y adentrarse en este tipo de variables neurológicas no solo es aconsejable sino indispensable para el juicio del juez sobre la credibilidad de unos y otros, que en muchos delitos puede ser la prueba trascendente y sobre la que el T. Supremo sigue reforzando una doctrina que obliga justo a sopesar el grado de credibilidad de víctimas y victimarios. Una función que resultará azarosa cuando dependa solo de la personal madurez y experiencia del juez de turno, carente de conocimientos y recursos científicos que le ayuden. Y no diré que la ciencia esté en condiciones de aportar certezas infalibles. Pero sí creo que tiene razón la magistrada Beatriz Miranda, al afirmar que si un juez es consciente de que su juicio está sometido a sesgos personales que merman su imparcialidad, los puede superar mejor que si opera apelando solo a su libérrima (ese mal sueño de la sinrazón) conciencia.

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