El instinto de poseer y usar en exclusiva algún elemento o derecho, es una pulsión vinculada al instinto de supervivencia. Las primeras propiedades significativas acaso fueran las herramientas para cazar o recolectar, junto con el sentido de pertenencia a una tribu y a un territorio. Sus disfunciones y abusos serían, no obstante, clamorosos, cuando ya las primeras leyes (Hammurabi o Mandamientos, etc), prohibieron desear la propiedad y la mujer ajena, para posibilitar la convivencia. Desde entonces han existido mil formas de entender y compartir, o no, la propiedad, y no ha faltado teoría política que no haya regulado con otras mil fórmulas diferentes su alcance, ni filosofía que no haya especulado sobre su naturalización ingénita. Reflexiones que me asaltaban estos días cuando conocía, a través de la prensa, la aparición del nuevo libro del economista T. Piketty «Capital e ideología», aún no disponible en español que, además de analizar la legitimación histórica de la propiedad privada, aborda la deriva insaciable de la acumulación exorbitante de riquezas por unos pocos. Deriva institucionalizada al pasarse de una cultura capitalista industrial, al capitalismo financiero consumista a través de la globalización masiva del mercado neoliberal. Y aunque sea cierto que la sociedad actual ha universalizado servicios básicos, como la sanidad, vivienda o educación, y hasta erradicado el hambre, el incremento apabullante de las desigualdades puede desembocar, dice Piketty, «en una subversión de las clases populares y a un repliegue en las identidades nacionales en la Unión Europea». Riesgo para el que, propone alguna suerte de «socialismo participativo» que sustituya la propiedad privada, ya que la misma se convertiría en «temporal» organizando una «circulación permanente» de los bienes. Ya lo leeremos con sosiego.Pero por lo pronto reabre ese ancestral debate sobre cómo justificar la desigualdad desmedida que genera la acumulación de propiedades privadas sin límites, cuando los recursos planetarios son limitados. O cómo legitimar esas concentraciones inconmensurables de riqueza, que ningún bienestar añade ya a sus halcones pero no es exagerado inferir, que sí les confiera en una insoslayable capacidad de influencia, de poder, de control sobre el entorno, social, político y económico, con dos objetivos tan humanos, como son pervivir y seguir acrecentando más riqueza. Y más poder.

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