Un literato

Entre los escritores admirados por Manuel González Gregorio figuran algunos de nuestros más singulares literatos

Tras la reseña, días pasados, de Ignacio Garmendia dedicada al libro Ruinas. Una historia cultural, de Manuel Gregorio González, y la entrevista a este mismo autor, aparecida ayer en la serie El rastro de la fama de Luis Sánchez-Moliní, trabajos de una calidad que cuesta calificar, podría pensarse que es difícil añadir alguna apreciación crítica que no haya sido, en esas páginas, perfectamente expuesta. Sin embargo, cómo no sumarse a esa cadena de elogios ante lo que supone un acontecimiento intelectual de primer orden (por sus sabios logros, esfuerzo personal, e, incluso, por la belleza de la edición de Athenaica). También porque es una ocasión más que justificada para hablar de alguien que ha rehuido de manera deliberada figurar en los escenarios públicos en que se airean reconocimientos y famas. Un comportamiento cada vez más escaso y, por ello mismo, más encomiable. Que se complementa con la elección, a la hora de investigar, de cuestiones necesitadas de estudio, pero que no contaban ni con aplauso previo ni con la garantía académica de una rutinaria acogida. Esta forma de imponer gusto personal, frente al efectismo caprichoso de modas y mercados, es otro rasgo resaltable de Manuel Gregorio González. Al que cuesta verlo entremetido en un ruidoso papel social, rodeado de fuegos de artificio, colas y bullas. Al principio, durante años, quizás solo se haya preocupado para que sus libros llegasen a unos cuantos amigos y cómplices (esos que Nietzsche llamaba los interpares). Pero, poco a poco -y Ruinas puede ser una abertura a este respecto- tendrá que aceptar que hay otros lectores que aguardan descubrir y "sentirse asombrados" ante los valores que todos sus libros encierran. Entre los escritores admirados y estudiados por Manuel González Gregorio figuran algunos de nuestros más singulares literatos. Fue, el de esos literatos, un modelo de comportamiento y de entrega a la escritura, en el siglo pasado, que tiende a desaparecer. Por fortuna, posiblemente sin proponérselo, nuestro autor puede haberse convertido en el mejor heredero de aquellos compromisos vitales y cualidades literarias, en el sentido de mantener una presencia pública en la prensa diaria (como forma de dar testimonio personal de la marcha del mundo), además, por haber sabido refugiarse en la gran tradición del ensayismo hispánico para recuperar viejas cuestiones palpitantes y reconvertirlas en contemporáneas y, sobre todo, por su equilibrio expresivo a la hora de compaginar dato e interpretación, de modo que leer su prosa resulta un verdadero placer.

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