La lucha por la igualdad (II)

Porque somos seres sociales y nadie crece aislado del entorno y por eso, porque formamos un colectivo

Si la libertad no es un regalo de la vida, el derecho a la igualdad lo tiene peor porque contraviene todas las leyes de la naturaleza. Y es que todas las condicionantes bilógicas y sociales que nos personalizan, soplan en contra de la igualdad humana: nacemos desnudos, sí, pero singulares, con distinta genética y en desiguales ambientes crecemos. Por eso la lucha por la igualdad quizá sea el reto más difícil que afronta el ideal de la dignidad humana. A raíz de la Ilustración, la Constitución francesa de 1791, supuso un hito en esa lucha, al abolir las aristocracias, los privilegios de sangre o cuna y "cualquier otra superioridad distinta a la de los funcionarios públicos" (quién, si no). Pero su progreso no fue fácil. Aún en 1975 la mujer requería permiso marital para tener cuenta bancaria o poder conducir. La cantidad y gravedad de los usos y abusos contra la igualdad es enciclopédica, abruman. Y no fue hasta el siglo XX, cuando el repudio a la discriminación alcanzó su acogida y regulación entre los Derechos Humanos básicos a través de uno de los ideales simbólicos de esta época: la igualdad de oportunidades. Que no tiene una aplicación cómoda ni simplista porque para que la desigualdad biológica se ajuste realmente al ideal de justicia, como dice J. Rawls, ha de armonizarse con los principios de solidaridad y compensación. Ya que, si la sociedad debe asumir que se liberen las energías de los más capaces, en aras de la prosperidad económica o política, la ciencia y la cultura, a la vez también repele la desigualdad brutal o inmerecida, por nacimiento o incluso por tenerse mejores dotes naturales, ya que toda distinción ha de tener un límite claro: el bien común. Porque somos seres sociales y nadie crece aislado del entorno y por eso, porque formamos un colectivo, vibramos con el talento de Nadal o de Muguruza, porque ellos, para triunfar, algo mamaron del resto. Si no se ve así, la meritocracia cruda y acaparada por quien pueda o sepa nos devuelve a la jungla de las castas privilegiadas y a la subversión de los desfavorecidos. Pero la tarea no es fácil, por la obstinación de los egos privados y tribales (ay, los nacionalismos). Y lo peor es que mientras andamos enfangados en esta lucha, por lontananza asoman otros riesgos más formidables contra una igualdad justa en su diversidad, en forma de imperio biotecnológico, con un poderío como antes nunca vio el mundo conocido.

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