La oscuridad lo envolvía todo, como un manto negro y enlutado. Reinaba un silencio absoluto, solo roto por los gritos lastimeros que salían de las gargantas de aquellos pobres jovenes, cuyos cuerpos yacían diseminados sobre la arena, entre cadáveres mutilados. Hasta la luna se había negado a iluminar esa noche macabra. El joven sentía la sangre correr por sus mejillas, pero las manos no le obedecían, sentía el dolor en gran parte de su cuerpo, la granada había estallado muy cerca de él haciéndole saltar por los aires. Solo podía balbucir un nombre, el de su madre. Cerca de él, se escuchaba el rumor callado de otro hombre, de sus labios solo salía un jadeo y unas palabas inconexas, tenía una pierna destrozada, descansando su cabeza sobre una gran mochila o petate oscurecido por el fuego y la tierra. En un lugar remoto, una mujer se movía nerviosa por su casa. Tenía la mirada perdida en el horizonte, mientras un sol, rojo como la sangre, se ocultaba un día más tras las altas montañas que se extendían frente al inmenso prado que rodeaba la casa. Subió al dormitorio de su hijo, revisó todas su cosas, que permanecían tal y como las había dejado él antes de partir. Las fotos de sus cantantes preferidos, las de su graduación, su bate de beisbol, su colección de soldados de plomo… Todo intacto, esperando su vuelta. Pero algo la removía por dentro, un pellizco en el estómago le impedía respirar, era como si una nube negra se fuese a desplomar sobre su cabeza. Decidió hacerse un té, y disfrutar del espectáculo maravilloso que le ofrecía la naturaleza, pensando en el momento en que volvería a abrazar a su hijo. A miles de kilómetros, se desarrollaba una escena similar, otra madre se revolvía entre las sábanas, el sueño se negaba a darle el merecido descanso después de un día de arduo trabajo. En un rincón de la única habitación de la casa, ardía una mariposa flotando sobre una minúscula balsa de aceite, dentro de un vaso rodeado de estampas. Era el altarico de sus abuelas, que desde tiempo inmemorial presidía la vida de la casa donde habían vivido por generaciones. La Virgen de los Dolores, la de los Milagros, la de la Consolación, todas aquellas a las que habían sido devotas esas mujeres que la habían precedido en la fe. Y en el centro de la mesilla, ente las estampas de las Vírgenes, presidiendo el improvisado altar, la foto de su hijo adolescente, sonriente, soñador, y alegre como él era. Sin embargo esa noche el sueño la rehuía, estaba agitada y una fuerte presión en el pecho le producía una punzada dolorosa. Ya despierta, decidió rezar, se encomendó a la Virgen de la Consolación, y el día la sorprendió murmurando oraciones entre sus labios apretados. Un sol despiadado se alzó sobre el campo de batalla, iluminando decenas de cuerpos yacentes sobre la arena, mientras sus madres gritaban: Yo, tu madre, te ordeno no matar, te exijo vivir

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