De los dos malhechores que mueren junto a Jesús, hay uno, ése al que los evangelios apócrifos llaman Gestas o Dúmaco, que en ningún instante muestra el menor arrepentimiento. El relato, que únicamente detalla Lucas (23, 39-43), plantea la confrontación de las dos actitudes universales ante el momento postrero. Mientras Dimas, el buen ladrón, encuentra un hilo de luz, se descubre desnudo y entrega su destino a la misericordia del Justo, Gestas, infértilmente coherente, se abisma en su ceguera. Hay quien alaba su equivocada fortaleza: Saramago le llama "rectísimo hombre" de conciencia inconmovible; Hesse ensalza su carácter y celebra su valentía al borde mismo de la tumba. Juicios falaces, entiendo, nacidos más del interés por enaltecer un modelo que colabora con sus causas que de la reflexión serena sobre la trascendencia y el significado de lo que en verdad ocurre en el alma de aquel desdichado.

La pregunta esencial la formula Rainer María Rilke en su Libro de las horas: ¿qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? O, en lo que ahora nos ocupa, ¿qué dios tenía Gestas en su corazón?, ¿en qué o en quién creía? Es en ese vacío de bondad dónde halla sentido su inalterable terquedad. ¿Cómo iba a arrepentirse de lo que él no consideraba ruin ni perverso? Sólo así podemos explicarnos su agonía desafiante. No puede ver, no puede sentir, no quiere oír. Desea maltratar, burlarse, mofarse hasta su último aliento.

Gestas, probablemente un sicario, un peligroso asesino de los que describiera Flavio Josefo (Las Guerras de los Judíos, 2, XII), es la antítesis de Jesucristo: muere matando, se ahoga, soberbio, en su desesperanzada negrura, pierde la vida según su propia y nefanda ley.

Los maleantes en la Cruz, a derecha e izquierda del Nazareno, hablan a través de los siglos. El bien y el mal -trigo y cizaña- en una perenne y misteriosa coexistencia: el uno que se equivoca y se arrepiente; el otro que, también equivocado, jamás se arrepentirá, pues se alimenta de su extraño orgullo. El final del mal ladrón es un Cristo callado, sin aparente respuesta ni consuelo para tan altiva e inquebrantable necedad.

Quizás no hacía falta: el perdón que Él suplica del Padre alcanzará incluso a quien nunca, ni en el umbral de la nada, lo pide. O acaso, y es hipótesis que a cada cual interpela, es silencio eterno, escrupulosamente respetuoso de la libertad, que no deja sino un halo de infinita tristeza e insalvable amargura.

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