No hay mal que…

Ningún bien trae este funesto mal de la pandemia, aunque haya que buscarle las cosquillas a la desgracia

Algunas restricciones y efectos derivados de la pandemia pueden recibirse con el consuelo que expresa un muy literario y popular refrán: "No hay mal que por bien no venga". Aunque preferible siempre sean las formas menos dañinas de obtener algún beneficio. Las cenas de Nochebuena y Nochevieja forman parte del acervo de las costumbres y tradiciones añosas, que rigen el curso de las celebraciones y las fiestas como acontecimientos insustituibles, por más que el paso del tiempo, o las circunstancias con que cursa, altere o desvirtúe su genuino o ancestral sentido. De ahí el interés ante el número de comensales que, prevención mediante, podrán reunirse en amor y compaña. Empleada sea esta locución sin ironía, si bien no pocas contradicciones queden debajo de la mesa. Limitado el número de concurrentes, aunque recomendación oportuna sea no moverse de casa, una doméstica decisión concierne ahora a los criterios para aplicar el reservado derecho de admisión. Una jocosa malquerencia afecta a los cuñados, cuyo carácter de parientes políticos parece hacerlos destinatarios de cierta inquina. Pero está última también hace de las suyas entre familiares "sanguíneos". Por eso, también puede acudirse a estas comidas con el aprieto del compromiso, en el también ocasional intento de atenuar distancias y disgustos con una fraternidad presupuesta. Cuando se reúnen quienes a lo largo del año no han querido hacerlo, como si la Navidad, por aquello de entrañable, pudiera deshacer los entuertos de los días menos bendecidos por las buenas intenciones. De modo que, con la Nochebuena a pocos días, el mal del coronavirus en modo alguno debe ser atemperado por la oportunidad de una restricción que haga más fraternal el acuerdo de juntarse en menor número. Además, la particular y agridulce memoria de las que ya no están, de los que no podrán acudir de ningún modo, más que en el íntimo reservado de los recuerdos, se hará más dolorosa en muchos hogares tras la muerte, por decenas de miles, de familiares queridos en el ordinario de los días no tomados por el infortunio. "¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!", escribió Bécquer. Y hogaño asimismo, con la segunda muerte de la indiferencia, ya que los cientos de muertes diarias se reciben con la perversa normalidad de lo que se hace acostumbrado por repetido, tragedia o razón al margen. Ningún bien trae este mal, aunque haya que buscarle las cosquillas a la desgracia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios