Mientrasel mundo gira

Andrés Caparrós

La mar, un piano

En el frenesí de sus manos y la avidez de los ojos del pintor-pianista, Juan creyó ver que el pincel se parecía a una batuta y la batuta a un pincel

AJosé Antonio Quintano. A veces al Contador de Olas le da por imaginar que las orillas de la mar son pianos de cola; larga cola que se pierde en el infinito. Las olas, rotas abruptamente a los pies de los acantilados o suaves y lamedoras sobre la arena, forman el teclado nacarado que las manos de un virtuoso pianista imaginario tocan violenta o serenamente en consonancia con el viento abierto rompedor de velas, o con la brisa que quisiera acunar, mientras la empuja, las amuras de una vieja barca. Juan Solo es así. Antes de embarcarse en una nueva singladura, busca tiempo para pasear por las cercanías del puerto y se lo gasta, lo dilapida pagando un concierto que es para él y nada más que para él. Con los ojos entornados mirando a la mar que surcará pronto una vez más, puede llegar al éxtasis si descubre la melodía predominante de ese piano de blanquísimas teclas bailarinas, o el protagonismo creciente del viento venciendo al graznido hiriente de las gaviotas. Al Solo le gustaría confirmar que el pianista y autor de tan mágica música, puede ser aquel hombre que vio una vez sentado frente a su caballete; pintaba como en trance, apresuradamente, intentando que no se le escapase ningún color ni matiz, ninguna nota del espectáculo en el que la tarde muestra "un degüello de soles". En el frenesí de sus manos y la avidez de los ojos del pintor-pianista, Juan creyó ver que el pincel se parecía a una batuta y la batuta a un pincel. La timidez, un puntito de miedo al ridículo, le hizo contener y olvidar el impulso de acercarse más a quien pintaba el ocaso y al mismo tiempo componía una hermosa sinfonía, sólo para él, sólo para Juan, para Juan Solo.

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