El mero hecho de vivir

Te dejas la vida en todo lo que haces. Aunque con el tiempo te acostumbras a guardar la ropa, para no ensuciar más de lo debido

Como Supongámonos que en mitad de la noche, de pronto, sientes entre tus sienes algo. No sabes qué es realmente, pero esa sensación te inhibe con todo lo que existe a tu alrededor, entras en efecto túnel y vuelves a ver ese resquicio, ese mínimo reflejo de luz en tu interior, que te conmueve y que su pulsión alumbra tus íntimas estancias. Y te das cuenta que aún respiras. Y, por la mañana, cuando apenas la luz sobre tu cuerpo, vuelves a sentir ese impulso irremediable por seguir vivo, por continuar expirando cada una de las bocanadas de aire, por ver cómo tus pulmones, en un acto de misericordia, se mueven entre tus costillas buscando la onda arrebatada por el viento. Y rozas la sensación de ser casi imparable. Puedes aún hacerlo, te dices. Sin importar lo que suceda alrededor, sin tener en cuenta las noches y los días que un día te vieron en pie, sin reparar en las victorias y en los fracasos, los aciertos y los errores. Sin embargo, por un momento, la mente vuelve a jugártela, quedándose en blanco, como un barco a la deriva y ya sólo queda el recuerdo de ese pequeño relámpago que te despertó, que sigue revoleando por tu pecho como un pájaro infinito sin alas, acaso sin pico, sin ni siquiera un retazo de sombra donde poder recordarlo. Intenta seguirlo, afirmas hacia adentro. Tendré que mantener esa sensación lo máximo posible, apresuras entre tus mandíbulas de metal, para intentar mantenerte vivo.

El principio de sinergia es tan importante, como la conciencia de saber de su inicio. Nos lleva a un estado emocional en el que predisponemos al cuerpo y a la mente de hacer aquello que se proponga. Los músculos del corazón bombean la chispa, la gota de sangre, la luz a todas las regiones del cuerpo. Extiende la memoria muscular de esa luz y con ellas nuestra inquebrantable voluntad de vencer.

Te dejas la vida en todo lo que haces. Aunque con el tiempo te acostumbras a guardar la ropa, para no ensuciar más de lo debido. Para ahorrar la mínima dignidad que proteges aquellas prensas íntimas que heredades de sus ancestros. Lo hace para ser previsor, aunque a veces andes con el chaleco antifragmentos antes de salir a la calle, antes de que llegue la lluvia. Sin embargo, sigues avanzando, implacable. Sigues ese destello, esa certeza, esa incierta sensación que una noche te asaltado el pecho y que te proclama todos sólo el mero hecho de vivir es ya una victoria.

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