El mes de la Parca

La imagen venerada es un esqueleto ataviado con túnica, como un santo más

En este tiempo de fallecimientos me pregunto todos los años por la simbología del mes de noviembre. Época por excelencia de la parca, que emplea su tiempo más que en ninguna otra época del año, parece que los días otoñales que inauguran los primeros fríos generan alteraciones fatales en los cuerpos más frágiles o envejecidos. Noviembre es secuencia de frío y vejez, saturnismo y melancolía, depresión y muerte. El cristianismo comienza el mes con el recuerdo de todos los santos y el de los difuntos. Parece lógico rezar por los antepasados en la época que más muertes naturales se cobra. El origen se remonta al año 980, cuando -casi simultáneamente- se realizaron dos ceremonias consagradas a la oración por los difuntos; una en Alemania, según testimonio del abad de Corvey, y otra al sur de Francia, oficiada por San Odilón, abad del monasterio de Cluny. En Méjico celebran el dos de noviembre el día de los muertos, fiesta declarada por la UNESCO Patrimonio de la humanidad, por su riqueza simbólica y cultural, única y originalísima. Aunque esta fiesta está contaminada por el cristianismo hispano a partir de las conquistas del XVI, su origen se remonta a unos tres mil años de antigüedad. En un principio se celebraba en el mes de agosto, presidida por los dioses de la muerte, el matrimonio entre Mictecacihuati y Mictlantecuhtli. Para los antiguos mejicanos, la muerte no tenía las connotaciones de infierno o paraíso, premio o castigo; más bien celebraban el rumbo que las almas tomaban tras la expiración. Este rumbo dependía exclusivamente del tipo de muerte; los ahogados se dirigían al paraíso de la lluvia y los muertos en combate al reino del sol, por poner un ejemplo que revela todo un anhelo poético, en comunión con la naturaleza. La muerte era, por tanto, una divinidad a la que orar y pedir. No es de extrañar que el culto a la Santa Muerte siga aún presente en Méjico, incluso entre muchos católicos, pese a haber sido censurado por el Vaticano. La imagen venerada es un esqueleto ataviado con túnica, como un santo más. Los fieles le rezan y piden favores de muy dispar naturaleza, que oscilan entre el bien y el mal, la bondad y lo satánico, lo que no deja de ser fascinante. Peticiones de amor, suerte, protección, dinero…y también de daños a terceros. Humildes católicos o delincuentes y narcotraficantes se dirigen a ella. Se trata de un icono donde confluye lo precristiano y cristiano en riquísimo mestizaje cultural.

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